Hay jardines que florecen con la lluvia. Otros, con el sol de junio o el rocío de abril.
Pero los lirios negros del bosque de Gálen solo brotan cuando alguien muere de amor.
No era un dicho, ni una leyenda romántica contada entre niñas con moños y madres supersticiosas. Era una verdad callada, enterrada como semilla entre los pliegues de la realidad, conocida solo por uno: el boticario.
Vivía solo, en una casa de madera y piedra cubierta de musgo, al borde del bosque. La niebla era su vecina más constante. No tenía reloj, ni campana, ni gaviotas que le cantaran la hora. Su tiempo lo medía por la floración. Si había un brote nuevo, era porque alguien en el mundo —aunque él no supiera dónde ni cuándo— se había dejado consumir por el peso invisible de un amor que no podía sostener.
Cada madrugada, antes de que el sol asomara entre los árboles, encendía una lámpara de aceite y cruzaba el jardín con los pies aún descalzos. El sendero que unía su puerta con el invernadero no estaba marcado con piedras, sino con pétalos: caían solos cuando las flores marchitas querían hacerse notar, como si le hablaran.
El boticario —a quien nadie llamaba por su nombre desde hacía años— era alto, de mirada líquida, piel casi ceniza y manos eternamente manchadas de tierra. Decían que hablaba con las flores, pero no era cierto. Les escuchaba. Lo que no es lo mismo.
Aquella mañana, el cristal del invernadero estaba empañado por dentro. Como si algo hubiera suspirado largo y cálido en su interior. Era la señal. Sin abrir aún la puerta, supo que un nuevo lirio negro había nacido.
La apertura del brote era lenta, como una herida que se abre a sí misma. Cada pétalo tenía el brillo tenue de la obsidiana mojada. No era un negro absoluto, sino uno lleno de matices: vino seco, amatista quemada, sombra de tinta. Los tallos eran delgados, casi frágiles, pero sostenían la flor como si fuera un secreto valioso que no podía caer.
El boticario se arrodilló con cuidado, dejando que el dobladillo de su bata rozara la tierra húmeda. Con la yema de los dedos, tocó uno de los pétalos aún tibios. Cerró los ojos. Sintió algo: una pena aguda, pero también ternura. Como un eco.
—Ella lo esperó junto al río. —murmuró, sin saber por qué decía eso.
Se puso de pie y caminó hasta el escritorio del rincón. Sobre él descansaba un cuaderno viejo, encuadernado en cuero verde. Estaba lleno de nombres.
Cada página tenía un dibujo simple de un lirio, y debajo, dos líneas escritas a mano: el nombre del que murió, y el del que fue amado.
A veces eran dobles: Lina por Dael / Dael por Lina.
A veces eran solitarios: Inara / sin respuesta.
A veces eran crueles: Madre / Hijo no nacido.
El boticario escribía lo que podía sentir. No era adivinación. Era escucha. Las flores hablaban en emociones, no en palabras. Algunas lloraban; otras, ardían en silencio. Había incluso una —plantada en una maceta solitaria, lejos de las demás— que parecía cantar una canción muda cada vez que la luna se volvía roja.
Con la pluma en mano, se quedó largo rato frente a la página nueva. Pero no escribía.
Algo no encajaba.
La flor que acababa de brotar no llevaba la tristeza nítida de una muerte reciente. No dolía del mismo modo. Era más… contenido. Como si el amor que la había causado no hubiera sido vivido del todo.
—¿Y si no fue una muerte? —preguntó en voz baja, pero el invernadero no respondió.
Se levantó y volvió a la flor. La observó de cerca. El polen parecía tener pequeñas vetas plateadas, como si hubieran lágrimas secas en el centro. Era hermosa. Demasiado. Las flores más letales suelen serlo.
No podía ponerle nombre. No esa mañana.
El resto del día pasó con lentitud de invierno. El boticario secó pétalos, preparó ungüentos, ordenó frascos según el color de sus etiquetas. Nadie lo visitaba ya, salvo alguna anciana que aún creía en infusiones para el insomnio, o algún niño perdido que confundía su cabaña con una leyenda.
La soledad nunca le pesó. Al contrario. Le parecía justa. El amor que no se dice, que no se toca, que no exige, era el único que él entendía.
Al caer la noche, volvió al invernadero con una taza de infusión caliente. Se sentó entre las macetas y cerró los ojos. El olor era familiar: tierra húmeda, flor abierta, algo de melocotón viejo. Le reconfortaba.
Entonces, sin saber por qué, sus pensamientos regresaron a la flor sin nombre.
¿Y si no había sido amor lo que la hizo nacer?
¿Y si había sido… la ausencia del amor?
Un amor que nunca fue. Un amor imposible. Un amor apenas imaginado, o deseado en silencio hasta pudrirse por dentro.
¿También esas penas hacen florecer lirios?
Se estremeció.
Volvió al cuaderno, como movido por una urgencia que no reconocía. Y allí, en la esquina de una página vacía, escribió:
Flor sin nombre / Dolor sin fecha
Después, cerró el libro, y apagó la lámpara.
Pero la flor aún brillaba, muy débilmente, en la oscuridad del invernadero.
Como si supiera que alguien más vendría a buscarla.
La mañana siguiente amaneció con un silencio inusual. No el habitual del bosque —ese susurro constante de ramas que crujen y hojas que tiemblan con la brisa—, sino otro más denso. Como si algo hubiera contenido el aire. Como si alguien estuviera a punto de hablar… pero aún no lo hacía.
El boticario lo sintió en los dedos antes de notarlo en el oído.
Una tensión leve. Una vibración imperceptible en el musgo bajo sus pies descalzos.
La última vez que sintió algo así, una madre había venido a entregarle el nombre de su hija muerta. Lloró sin lágrimas, y le pidió que no dejara florecer la flor.
No la obedeció.
A media mañana, cuando abría las contraventanas del invernadero, escuchó el sonido claro de pasos sobre el sendero. No era el andar torpe de un niño ni el arrastrado de un anciano. Era un paso firme, ligero, que no dudaba. Aun así, no tenía prisa.