El día despertó sin prisa, arrastrando consigo la humedad de una niebla que parecía no querer irse. El boticario, acostumbrado a la soledad y al silencio, sintió desde el primer instante que algo había cambiado. No era solo la presencia de la muchacha, aún dormida junto al fuego, sino una alteración sutil en el aire, como si el jardín entero contuviera la respiración.
Se levantó sin hacer ruido. El suelo de madera crujió bajo su peso, pero ella no se movió. Observó su perfil envuelto en la manta, la curva suave del cuello, el cabello revuelto y pálido. Parecía más joven dormida, casi frágil. Por un momento, el boticario sintió un impulso extraño: la necesidad de cubrirle los pies, de ajustar la manta, de hacer algo pequeño y torpe para protegerla del frío. Pero se contuvo. No quería despertar un vínculo antes de entenderlo.
Cruzó el umbral hacia el jardín con la misma lentitud ritual de todas las mañanas, pero cada gesto, cada respiración, le pareció distinto. La presencia de la muchacha, incluso dormida, le había desplazado el eje. No supo si le incomodaba o le tranquilizaba. Quizá ambas cosas a la vez.
Encendió la lámpara de aceite y avanzó por el sendero de pétalos, recogiendo los caídos con dedos expertos. Las flores, aún húmedas por el rocío, parecían observarlo. Notó una vibración sorda bajo los pies: las raíces se movían, inquietas, como si aguardaran instrucciones.
—Hoy no estáis solas —murmuró, y el vaho de su aliento se perdió entre las hojas.
En el invernadero, el aire era más denso. El boticario comprobó cada maceta, cada tallo, como un médico revisando a sus pacientes. Notó enseguida la anomalía: un lirio negro, abierto apenas la noche anterior, yacía en el suelo, caído del tallo sin causa aparente. Se arrodilló junto a la flor, la tomó entre las manos y la giró despacio, buscando señales de enfermedad o daño. No había nada. Solo una fragilidad nueva, una promesa rota demasiado pronto.
Pensó en dejarla allí, pero la delicadeza del pétalo —tan oscuro que parecía tragar la luz— le hizo cambiar de idea. La depositó sobre una hoja de papel, en la mesa del fondo. Después, volvió la vista a la puerta. Allí estaba la muchacha, envuelta en la manta, descalza y ojerosa. Lo miró sin decir palabra, los ojos enormes en el rostro pálido.
—No quería asustar —dijo ella, casi en un susurro.
—No lo has hecho. ¿No puedes dormir?
Negó con la cabeza, los labios apretados.
—Demasiado silencio. Y el sueño… pesa.
Se acercó despacio, observando los frascos de vidrio y las filas de raíces colgando del techo. Sus pasos eran livianos, pero cada uno parecía dejar una huella invisible en el aire. El boticario la siguió con la mirada, curioso pese a sí mismo.
Ella se detuvo junto a la mesa, contempló el lirio caído.
—¿Está muerto? —preguntó.
—No. Solo ha caído antes de tiempo.
—¿Por qué?
El boticario dudó. No solía explicar sus teorías a nadie, pero algo en la voz de la muchacha le hizo responder:
—A veces, las flores caen cuando sienten demasiada expectativa. Como si no pudieran sostener el peso de lo que se espera de ellas.
Ella asintió, como si entendiera algo profundo y antiguo. Pasó los dedos por el borde del pétalo, con delicadeza casi devocional.
—¿Puedo ayudar? —preguntó.
El boticario dudó. Nunca había permitido que nadie tocara el jardín sin supervisión, pero esta vez algo se impuso. Tal vez fuera el cansancio, o la tristeza muda que flotaba entre ambos. Tal vez era el simple hecho de que ella ya formaba parte de la ecuación, quisiera o no.
—Puedes —dijo, cediendo.
Le enseñó cómo regar las macetas, cómo limpiar las hojas con un paño húmedo y cómo hablar en voz baja para no asustar a las flores más jóvenes. La muchacha aprendió rápido, aunque cometió pequeños errores: regó de más una orquídea tímida, movió una maceta que prefería la sombra, rompió sin querer un tallo demasiado delgado.
El boticario corrigió sus gestos con suavidad, sin enfado. Le sorprendió la facilidad con que la instrucción se convertía en otra cosa: una coreografía íntima, donde los cuerpos se rozaban sin querer, las miradas se encontraban al azar y el silencio compartido se volvía casi cómplice.
La muchacha, por su parte, se afanó en hacer las cosas bien. A veces, sus dedos temblaban cuando el boticario se acercaba demasiado. Otras, parecía buscar el roce, el contacto. Era una danza de distancias: ni demasiado cerca, ni demasiado lejos. Dos soledades aprendiendo a orbitarse.
A media mañana, mientras él preparaba una infusión de hojas frescas, ella recogía los pétalos caídos cerca de la ventana. De pronto, se agachó para recoger una flor y su mano chocó con la del boticario. Ambos se quedaron quietos, el tacto breve pero intenso, como una corriente. Los dedos de ella eran fríos, los de él calientes. El boticario sintió una punzada en el pecho, un eco de algo perdido y encontrado a la vez.
Ella no apartó la mano enseguida. Lo miró, y en sus ojos había una pregunta. Una de esas preguntas que nadie formula en voz alta, porque temen la respuesta.
—¿Alguna vez ha sentido miedo de amar? —preguntó ella, rompiendo el hechizo.
El boticario bajó la vista, apartando lentamente la mano.
—El amor siempre da miedo —respondió, con voz más grave de lo que pretendía—. Pero el miedo, a veces, es una forma de amor.
Ella asintió, como quien recoge una verdad ajena para guardarla en un rincón propio. El boticario la observó durante un instante, deseando decir algo más, pero las palabras se le quedaron atascadas entre la garganta y el pecho. Solo pudo mirar cómo ella ordenaba los pétalos en la palma, como si fueran monedas antiguas o mensajes secretos.
Pasaron el resto de la mañana en una calma tensa, interrumpida solo por ruidos domésticos: el hervir del agua, el crepitar de la madera, el rumor de la lluvia golpeando los cristales. La muchacha se movía con una torpeza dulce, tropezando con sillas, dejando caer una cuchara, preguntando por la función de cada frasco y cada raíz. El boticario respondía con paciencia, aunque por dentro sentía que cada explicación era una forma de desnudarse.