En Libre, los días eran diferentes para cada quien.
Algunos dibujaban en silencio. Otros cantaban mientras cocinaban.
Y algunos simplemente estaban. Porque a veces, solo existir era un logro enorme.
Este capítulo es suyo.
Lucía: La que aprendió a creerse artista
Lucía había llegado con miedo a sostener un lápiz. Ahora, diseñaba logotipos para cafés, murales para centros comunitarios y tatuajes simbólicos que Axel convertía en piel.
Pero lo que más le gustaba era enseñar.
Había creado un pequeño taller que ella misma bautizó como “ReparArte”, donde guiaba a otros chicos a usar el arte como terapia. No era psicóloga, ni maestra formal, pero sus manos sabían cómo sostener otras.
Un día, un niño le dijo:
—No sabía que dibujar me podía hacer sentir menos solo.
Y Lucía lloró. En silencio. Porque ese niño le había devuelto las palabras que una vez Axel le había dicho a ella.
Omar: El que encontró su voz donde antes hubo silencio
Omar caminaba distinto ahora. No porque el miedo se hubiera ido, sino porque ya no lo dominaba.
Se identificaba como no binario con firmeza, y se volvió referente en charlas locales sobre identidad. Pero su lugar favorito seguía siendo el rincón de los libros, donde escribía poesía en servilletas recicladas y hojas sueltas.
Su primer libro artesanal se llamó “Lo que mi espejo no dijo”.
Lucía lo ilustró. Paula lo encuadernó. Y Abril hizo la portada.
Cuando lo presentaron en una librería amiga, Omar empezó temblando. Pero al terminar el último poema, dijo:
—Este soy yo. Completo. Con todas mis contradicciones. No vine a que me entiendan. Vine a que me escuchen.
Y la gente aplaudió de pie.
Paula: La que convirtió el dolor en ternura
Era mayor que la mayoría, con 27 años y un hijo pequeño que solía corretear entre los pinceles y las plantas.
Había llegado huyendo de una relación violenta, con un niño de tres años en brazos y la culpa apretándole el alma.
En Libre, redescubrió su pasión por la cocina. Empezó horneando galletas para vender, luego panes, luego comidas vegetarianas que vendía en mercados locales.
Ahora lideraba una cocina comunitaria desde el estudio. Y su hijo, Mateo, decía que Libre era su “parque favorito”.
Cuando alguien le preguntó cómo había sobrevivido, Paula solo sonrió y respondió:
—Porque dejé de ser solo madre de alguien… y volví a ser mía.
Dante: El que hablaba con dibujos
Dante casi no hablaba. Era uno de los más jóvenes, con una historia que nadie terminaba de entender porque él nunca la contó del todo.
Pero llenaba cuadernos enteros con personajes, mundos imposibles, y criaturas fantásticas con armaduras hechas de ramas.
Lucía le dio espacio. Axel le ofreció una pared. Y en esa pared, Dante pintó un bosque con rostros escondidos entre los árboles, como si dijera sin palabras: “aquí estamos todos, aunque no nos veas”.
Una tarde, Abril le preguntó qué significaba su mural.
Y Dante, por primera vez en semanas, respondió con voz bajita:
—Son las partes de mí que no sabía que podían crecer.
Cada uno había llegado al estudio por una razón distinta.
Pero todos, en algún momento, fueron salvados por el mismo fuego: ese que no quema… pero calienta.
El que no exige… pero invita.
El que no juzga… pero abraza.
Y aunque Yoon ahora estaba lejos, sus fotos seguían colgadas.
Y Axel, firme pero más suave, caminaba entre ellos con la certeza de quien sabe que el mundo no se cambia de golpe… sino con cada alma que se niega a apagarse.