Capítulo 30: “El día en que dijimos sí”

El sol salió sin prisa, como si supiera que no había necesidad de correr.
Era el día de la boda, y Libre despertó lleno de flores, telas suaves colgadas entre árboles, mesas decoradas con dibujos infantiles y música baja acompañando el viento.

Axel y Yoon se vistieron por separado, cada uno en una sala distinta.
Lucía acompañaba a Yoon, ayudándole con los pliegues de su hanbok azul profundo, mientras Miker correteaba alrededor con un cartel de cartón que decía “Papi se casa”.

En otra sala, Axel ajustaba su chaqueta americana con la ayuda de Dante, quien lo miró con cariño y le dijo:

—Nunca te había visto tan tranquilo.

—Porque nunca estuve tan seguro —respondió Axel, mirando el anillo que pronto colocaría en la mano de Yoon.

Los invitados empezaron a llegar al jardín de Libre.
Muchos eran parte de la comunidad, otros eran amigos, vecinos, o personas que alguna vez encontraron refugio en ese lugar y hoy venían a agradecerlo con su presencia.

El altar era sencillo: un arco de madera rodeado de flores silvestres, dibujos de los niños colgados de cuerdas, y al centro, una silla baja decorada como un trono: el lugar de Miker.

La música empezó suave.
Y Miker, con su trajecito celeste, entró primero, sosteniendo con ambas manos la cajita de los anillos, tambaleándose, pero firme.
Todos aplaudieron. Algunos se emocionaron sin contener las lágrimas.

Y luego, entró Yoon.
Y Axel lo vio.

Y fue como si el mundo se detuviera.

El hanbok ondeaba al ritmo del viento.
Yoon caminaba con los ojos clavados en él, como si todo lo demás desapareciera.

Axel sintió que el pecho le dolía.
De amor.
De todo lo vivido.
De saber que, al fin, había llegado ese momento.

Cuando estuvieron frente a frente, tomados de las manos, el silencio se volvió sagrado.

Lucía ofició la ceremonia, con voz suave y emocionada:

—Este lugar nació para quienes necesitaban un nuevo comienzo.
Y ustedes lo convirtieron en hogar.
Hoy no solo se casan, sino que celebran el amor que resistió, que construyó, que sanó.

Entonces, Axel sacó el anillo.
Lo tomó con una mano temblorosa, pero con voz firme:

—Tú me viste en mis sombras.
Me abrazaste sin miedo.
Me hiciste hogar cuando yo solo sabía correr.
Hoy te digo sí.
Sí a ti. A nuestra vida. A la familia que somos.

Yoon dejó caer una lágrima.

—Tú me enseñaste a vivir sin miedo.
A hablar, a sentir, a quedarme.
Y quiero quedarme contigo todos los días que sigan.
Este anillo no es una promesa perfecta,
pero sí es un recordatorio de todo lo que sobrevivimos para llegar aquí.
Sí, Axel. Una y mil veces, sí.

Lucía los miró, conteniendo las lágrimas.

—Por la fuerza de esta comunidad, por la verdad de sus palabras y el amor que los une…
Ya están casados.

Axel y Yoon se besaron, lento, profundo, mientras Miker aplaudía con fuerza y gritaba:

—¡Mis papás se besaaaan!

Todos rieron.
Y la música subió.

La fiesta fue un canto de vida.

Niños corriendo, adultos bailando, abrazos que decían más que cualquier palabra.

Miker terminó con la cara llena de pastel azul celeste, y bailó entre todos mientras Paula y Dante lo alzaban en brazos.

Axel y Yoon bailaron una canción lenta bajo las luces colgantes.
Se susurraban cosas que nadie más escuchaba, pero que hacían reír al otro con ternura.

Cuando la noche cayó del todo, Yoon se apoyó en el pecho de Axel y le dijo:

—¿Sabes qué es lo mejor?

—¿Qué?

—Que este es solo el primer día de nuestro resto de vida.

Y Axel, con el corazón rebosando, respondió:

—Y tú serás mi elección… todos los días.

Esa noche, al llegar a casa, Axel, Yoon y Miker se sentaron juntos en la cama, aún con parte de sus trajes puestos.

—¿Fue lindo el día, Miker? —preguntó Yoon.

—Sí. Papi feliz. Tú feliz. Yo feliz.

Y entonces, los tres se abrazaron.

Porque al final, más allá de ceremonias o papeles,
el amor era eso:
Elegirse. Cada día. En casa.
Juntos.