Donde Se Esconden Las Mariposas

EL TERCER PISO

Las luces azules del coche policial iluminaban la fachada del viejo edificio. Dos agentes se bajaron rápidamente del vehículo, con la mano en las armas, listos para actuar. El lugar tenía un aire sombrío, casi abandonado, como si nadie se hubiera molestado en limpiarlo en años.

—Es aquí —dijo uno de los agentes, señalando la puerta desvencijada del edificio.

Ambos intercambiaron miradas rápidas antes de sacar sus pistolas. Con pasos rápidos y firmes, subieron las escaleras de dos en dos, sintiendo el eco de sus botas resonar en el estrecho pasillo. El sudor comenzaba a perlar sus frentes, no solo por el esfuerzo de la subida, sino por la tensión del momento.

Cuando llegaron al tercer piso, el agente principal hizo una señal para que el compañero se colocara detrás de él. La puerta estaba medio abierta, apenas colgando de una de sus bisagras. Desde adentro se escuchaban voces, pero lo más alarmante era el repentino ruido de sillas arrastrándose y algo pesado cayendo.

—¡Policía! —gritó el agente al irrumpir en la sala.

Dentro, Samuel y Fran se sobresaltaron. Fran, en cuanto vio a los policías, supo que todo se había desmoronado. El terror se apoderó de su rostro, y antes de que pudieran atraparlo, saltó por la ventana rota hacia el callejón de abajo, en una huida desesperada.

—¡Corre! —gritó Samuel, quedándose paralizado al ver a Fran saltar.

El agente disparó una advertencia hacia el aire, pero Fran ya estaba fuera, corriendo entre los edificios, con los pies apenas tocando el suelo. El segundo agente se lanzó detrás de él, mientras el otro se quedaba con Samuel, apuntándole con la pistola.

—¡Detente, o disparo! —gritaba el agente que perseguía a Fran, mientras este zigzagueaba entre la basura del callejón, sin volverse ni una sola vez.

Fran tropezó al intentar saltar una valla metálica, cayendo de bruces al otro lado, pero se levantó de inmediato, la adrenalina corriendo por sus venas. Los gritos de la policía se volvían cada vez más cercanos.

Llegó a una calle concurrida y sin pensar en los coches, cruzó de golpe. Las bocinas lo aturdieron, pero no se detuvo. El agente siguió corriendo, esquivando vehículos, pero Fran no se daba por vencido.

Con el corazón desbocado, Fran se metió en un edificio de oficinas. Subió las escaleras, casi sin aliento, mientras escuchaba los pasos de la policía retumbando a pocos metros detrás de él. Al llegar al último piso, abrió una puerta de emergencia que daba a la azotea. Sabía que estaba acorralado, pero no podía detenerse.

La vista desde arriba era desoladora. No había dónde esconderse. Los policías llegaron justo detrás de él, apuntándole con sus armas.

—¡No tienes a dónde ir, Fran! ¡Detente! —gritó uno de los agentes, su respiración entrecortada.

Fran miró hacia abajo, el vacío de la calle lo llamó, pero no tenía opción. O saltaba y se arriesgaba, o terminaba en la cárcel.




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