Tenía que vengarse
Ainoa sentía el fuego de la rabia ardiendo en su pecho. La indiferencia de Paulina la quemaba por dentro, y aquella noche, finalmente, había decidido hacer algo al respecto. No era justo. No podía dejarlo pasar. Tenía que vengarse
El reloj marcaba las tres de la madrugada. El silencio del instituto era tan denso que parecía que hasta los pasillos respiraban, expectantes. Ainoa, acompañada por sus dos cómplices, se deslizó con sigilo a través de la ventana entreabierta del gimnasio. La adrenalina corría por sus venas. Cada paso era un reto, cada crujido de las viejas tablas del suelo los hacía contener la respiración.
—No hagáis ruido —susurró, apenas audible. Sabía que el vigilante nocturno solía patrullar los pasillos, pero no podían dejar que los descubriera. No esa noche.
Los ojos de Ainoa brillaban con una mezcla de miedo y emoción. Todo estaba a punto de cambiar.
Dejaron el gimnasio atrás, adentrándose en la oscuridad del pasillo central. El aire estaba cargado de ese olor a viejo y cerrado que solo tienen los lugares vacíos de noche. Ainoa iba al frente, liderando el grupo, y sus pasos eran tan ligeros que apenas parecían rozar el suelo. Iban directas a las taquillas.
De pronto, un haz de luz rasgó la oscuridad. El corazón de Ainoa se detuvo por un segundo. El vigilante. El pequeño rayo de la linterna iluminó el pasillo justo a unos metros de donde estaban escondidas. Casi las descubren.
—¡Quietas! —susurró, agachándose tras un banco. Las tres se pegaron contra la pared, conteniendo el aliento hasta que la luz desapareció, fundiéndose de nuevo en la oscuridad.
Cuando el peligro pasó, Ainoa se levantó de golpe y se dirigió a la taquilla de Paulina con pasos decididos. Sacó un destornillador del bolsillo de su chaqueta, sus manos temblaban ligeramente, pero su mente estaba clara.
Con un movimiento rápido y preciso, forzó la cerradura. La puerta de la taquilla se abrió con un chirrido bajo.
Editado: 05.10.2024