—¡Renala, despierta! ¡Qué llegas tarde! —La voz de mi padre resonó desde la planta baja.
—¡¿Qué?! ¡No puede ser! —grité, mirando el reloj con el corazón en la garganta. Solo me quedaban diez minutos para llegar.
Salté de la cama, quitándome el pijama a toda velocidad mientras buscaba el uniforme. “En mi primer día de clases, no puedo llegar tarde”, pensé mientras me ponía las medias casi al vuelo.
Bajé las escaleras a toda prisa y ahí estaba él, sentado tranquilamente en la mesa del comedor tan tranquilo. Como si no llegaramos tarde.
—Siéntate y come —dijo con toda calma, señalando un plato de huevos recién hechos.
—¡¿Cómo me voy a sentar?! ¡Voy tarde! —respondí desesperada, ajustándome la mochila mientras miraba hacia la puerta.
Él, como si nada, tomó un bocado de su desayuno y me miró con una sonrisa burlona.
—Pero papá… —le grité, al borde de un colapso.
Entonces, soltó una carcajada tan fuerte que me dejó paralizada en mi sitio. Me quedé tiesa, completamente confundida.
—¿Qué… qué pasa? —pregunté, sin entender nada. ¿Por qué se estaba riendo cuando yo estaba a punto de morir de estrés?
Cogió su teléfono y, para mi sorpresa, me sacó una foto. Luego me la enseñó: mi cabello marrón estaba completamente desordenado, tenía babas secas en la cara, y la ropa… ¡la llevaba al revés!
Él no paraba de reírse, con la cara roja de tanto aguantar la carcajada. Yo seguía sin entender nada hasta que miré la hora en su teléfono.
—¡Son las 6:59! —grité, señalándolo con desesperación—. ¡Pero si mi reloj marcaba las 7!
—Lo cambié anoche —respondió entre risas mientras se secaba las lágrimas.
Me quedé en shock por un momento, procesando su broma. Luego, la indignación me ganó.
—¡Papá! —le grité y me lancé sobre él, haciéndole cosquillas mientras él intentaba defenderse entre carcajadas.
—¡Está bien, está bien! ¡Siéntate y come ya! —dijo tratando de recuperar la compostura.
Con una mezcla de risa y resignación, me senté a desayunar junto al graciosito de mi padre. Al final, los huevos estaban demasiado buenos como para seguir molesta.
En las noticias, una voz grave y solemne anunciaba la última tragedia. “Se ha descubierto un cadáver desmembrado, sin cabeza, sin manos, ni pies…”
No presté demasiada atención, pero noté cómo mi padre fruncía el ceño mientras apagaba la televisión.
De camino a la escuela, el ambiente era más relajado. Él conducía tranquilo, con una sonrisa despreocupada, y yo me ajustaba la mochila en el asiento.
—Ya sabes, si alguien se mete contigo, usa tus habilidades —dijo de repente, levantando el puño como si estuviera listo para pelear.
—Por supuesto —respondí, tratando de mantenerme seria mientras flexionaba mis “músculos”.
Soltó una carcajada y me revolvió el cabello antes de estacionar.
WoW es un lugar muy grande. parecía un castillo de esos que solo ves en películas. Con torres altísimas, paredes blancas brillantes y esas ventanas enormes con vidrios de colores. Las puertas eran tan grandes que parecían hechas para gigantes. Muy bonito todo, sí, pero también intimidante.
“Qué emocionante”.
Pero apenas crucé la entrada, me detuve en seco y miré a mi alrededor.
—Me perdí —solté en voz alta, mientras el eco de mis palabras rebotaba por los enormes pasillos.
Caminaba distraída por los pasillos, con la cabeza girando de un lado a otro para encontrar algún profesor, cuando de repente sentí que mi pie chocaba contra algo.
Fue como si el tiempo se ralentizara. Perdí el equilibrio, mis brazos se movieron torpemente en el aire intentando agarrarme de algo, pero no había nada. Para mi horror, caí directamente encima de alguien.
El impacto fue… incómodo. Mis manos se apoyaron en su pecho, y cuando levanté la mirada, ahí estaba él: un chico de cabello negro, con ojos azules que parecían perforarme con su mirada.
—No puede ser… —murmuré, pero antes de poder levantarme, el chico pelinegro me miró con una expresión de puro asco y me apartó de un empujón.
—¿Oye, tú qué te crees para empujarme? —le espeté, molesta.
—Cállate —respondió con desgana, como si no valiera la pena hablarme.
“¿Qué le pasa a este idiota?”, pensé, sintiendo cómo la rabia subía por mi pecho.
—¡Uy, yo sí que te voy a callar! —repliqué, preparándome para pelear, porque nadie iba a tratarme así.
El chico me miró de arriba abajo con una mezcla de burla y arrogancia.
—Qué molesta. Si solo querías llamar mi atención, ya lo has hecho. ¿Contenta? Ahora, lárgate.
—¡¿Qué?! Claro que no. ¿Para qué querría la atención de un egocéntrico como tú? —le grité, apretando los puños.
Eso pareció molestarle. Por un segundo, sus ojos reflejaron algo distinto, como si hubiera herido su precioso ego.
De repente, un grupo de chicas emocionadas apareció de la nada y me empujaron con descaro a un lado para rodearlo. Parecían una manada en celo, todas compitiendo por un segundo de su atención.
“¿Pero quién se cree que es? ¿El rey del universo o qué?” —murmuré, mi cara de asco y confusión lo decía todo mientras veía a ese grupo de chicas abalanzarse hacia él como si fuera una celebridad.
”¿Qué les pasa a estas mujeres?”, pensé mientras trataba de sacudirme el polvo.
—¿Cómo pudiste chocar con nuestro hermoso rey? —me espetó una de ellas, mirándome como si hubiera cometido un crimen.
—¿Pero quién te crees para tocarlo? —añadió otra, con los brazos cruzados y una expresión de indignación exagerada.
Y así siguieron, una tras otra, diciéndome cosas como si hubiera arruinado el balance del universo al tropezarme con él.
Mientras tanto, ese maldito se quedó ahí, con una sonrisa diabólica pintada en la cara, disfrutando del espectáculo.
Me fui furiosa, apretando los puños. No por ellas y sus ridículas palabras, sino porque no le había podido dar una buena hostia a ese idiota arrogante. “La próxima vez no se salva”, pensé, jurándomelo a mí misma.