Dryadalis

2. La punta del iceberg

Adrien llevaba más de tres cuartos de hora esperando en aquel enorme pasillo. Le habían asegurado que la reunión en la que se encontraba su padre estaba a punto de finalizar, pero los minutos transcurrían lenta y agónicamente y allí seguía él. Echó un vistazo rápido —el enésimo— al reloj y se solicitó no desesperarse. Se echó hacia adelante, resoplando y hundió el rostro entre sus manos antes de volver a repantigarse sobre el sillón con la cabeza apoyada sobre la pared que le quedaba detrás. La paciencia nunca había sido su mejor virtud; ni siquiera una de ellas.

El ocaso teñía ya el cielo de un tono malva que lo embelesaba y desde el vigésimo piso de aquel enorme rascacielos conocido como La Sede, podía admirarlo como en pocos lugares más. Desvió la mirada hacia el tablón en el que la secretaria trabajaba y se encontró con los oscuros ojos de esta por encima de sus diminutas gafas. Solo entonces fue consciente del molesto ruidito que él mismo estaba ocasionando con su calzado en un movimiento impaciente. Se detuvo y sonrió con una fingida inocencia.

—Lo siento —susurró.

La mujer volvió a sus quehaceres y Adrien consultó su teléfono móvil, aunque ya sabía que Chris no le había respondido todavía. El dispositivo no había emitido sonido alguno y del último mensaje que le había enviado a su chico habían transcurrido más de dos horas. Estaría ocupado, pensó. O quizás hubiera olvidado el móvil en el coche; era algo que solía pasarle con asiduidad. Chris era un desastre.

Cerró los ojos y buscó alguna distracción en su mente, cosa fácil en aquellos días en los que no andaba, precisamente, falto de problemas, pero justo en aquel instante, unas voces empezaron a sonar al fondo del corredor y Adrien supo que su espera había concluido.

Se puso en pie y se colocó la mochila sobre el hombro mientras avanzaba con pasos tímidos hacia la sala de reuniones. Al llegar al amplio pasillo, se cruzó con algunos de los miembros del Consejo de la Luz, que abandonaban el lugar entre charlas distendidas y algún que otro gesto más grave, ataviados todos ellos con la inmaculada toga blanca del Consejo. Adrien los conocía a todos, pero apenas fueron un par: el viejo Simon y el señor Oxon, quienes lo saludaron; el primero de ellos, revolviéndole el pelo como si aún fuera un niño, cosa que Adrien detestaba. Los demás parecían demasiado ocupados o deseosos por salir de allí. Y no podía culparlos. Se detuvo en mitad del pasillo mientras los veía perderse a lo lejos. Las alas de Edran Oxon nunca lo dejaban indiferente. Era un feérico, y si bien Adrien se cruzaba con ellos todo el tiempo, estaba seguro de que ningún otro de los de su tipo poseía alas como las suyas; ni siquiera Hilmagenta Breaker, que según contaban, era la feérica más antigua del mundo, miembro también del Consejo y que había abandonado la sala en primer término. Las alas de Oxon eran altas y transparentes. El contacto con la luz las hacía emitir unos coloridos brillos que emulaban un arco iris de vivas tonalidades. Lo perdió de vista cuando dobló el recodo del pasillo y retomó el paso hasta la sala de reuniones. En pocos minutos, se había quedado vacía o casi. Gillian Novak la abandonaba en último término, dedicándole una cautivadora sonrisa. Mujer humana, de unos cuarenta años y envidiable físico, solía pensar Adrien. Y entonces, allí solo quedó su padre, revisando algunos documentos. El joven lo miró y observó que parecía agotado; tanto que ni siquiera se había percatado de su presencia.

—¿Está todo bien? —se atrevió a preguntar Adrien.

Ander alzó la cabeza de forma fugaz y le sonrió a su hijo.

—Cariño, ¿llevas mucho tiempo esperando?

—Casi una hora —respondió él, con el hombro apoyado sobre el marco de la puerta—. ¿Hay algún problema?

—No —respondió Ander, forzando una sonrisa—. Es decir, no más de los que hay habitualmente. Siento haberte hecho esperar tanto. Si lo hubiera sabido no te habría pedido que vinieras. Tenemos poco tiempo para esa cena que te había prometido. Podemos dejarla para otro día, si quieres.

—No, no hay problema. Cena rápida.

El hombre suspiró hondamente y dejó los documentos sobre la mesa; colocó los brazos en jarra y le dedicó a su hijo una larga mirada.

—¿Qué tal estás tú? —quiso saber.

—Bien.

—No tienes buena cara.

—No he pegado ojo esta noche.

—¿Tiene ese chico algo que ver?

Adrien lo miró, sorprendido ante aquella pregunta y avanzó unos pocos pasos, asegurándose de que no quedaba nadie tampoco en el pasillo. Se acercó hasta la enorme mesa redonda y apoyó la cadera sobre ella.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Bueno... —Ander volvió a recoger los documentos que había dejado caer y los ordenó cuidadosamente—, tu madre y June están preocupadas.

—¿Por Chris?

—Por ti, más bien.

—Mi hermana os ha ido con algún cuento, ¿no?

—Más que un cuento, una preocupación. June dijo que anoche llegasteis pasado el Toque de Queda y que estabas discutiendo con él. Otra vez.

—Creí que os había dicho... —Se interrumpió al ser consciente de lo que estaba a punto de confesar. Su hermana le había asegurado que mintió a sus padres, encubriéndolo, pero no era cierto.




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