Dryadalis

4. Enterrados

June llevaba rato arrodillada sobre el colchón que tendría por cama, observando el cuartucho al que Lorya la había conducido. Era grande, pero a aquellas alturas la joven ya había alcanzado la conclusión de que cuanto más espacio, más metros cuadrados de desolación. No había cama, solo un colchón en el suelo con un par de mantas y una almohada. Eso sí, al menos alguien había tenido el detalle de colocar un cabecero metálico en tono dorado que hubiera quedado bien en el lecho de cualquier reina en el siglo quince o dieciséis. Frente al colchón había un armario blanco con la puerta descolgada y una pequeña mesa tocador en la pared opuesta a la ventana, desde la que apenas entraba luz. Giró la cabeza y miró el candil que había en el suelo, cuya llama titilaba temblorosa, proyectando enormes sombras en la pared desconchada.

June había echado un jersey por encima del espejo, convencida de que en cualquier momento se le aparecería la imagen de un fantasma de esos a los que había que invocar con una vela y un absurdo y repetitivo recital. No pensaba llevarlo a cabo, pero por si acaso.

Lo único positivo que era capaz de destacar en ese momento era el hecho de que su teléfono móvil hubiese recuperado la cobertura y hubiera logrado hablar con sus padres para informarles de que todo había ido bien y de que las cosas no eran tan malas como había imaginado inicialmente. Aquello le había supuesto uno de los mayores alardes de imaginación de toda su vida, pero al menos había podido tranquilizar a Lorna. Con Adrien no había logrado hablar, pues según su padre, su hermano no se encontraba bien y se había echado a dormir un rato. No podía negar que aquello sacudía su propia tranquilidad, pero necesitaba estar serena y se solicitó calma. Tendría tiempo para hablar con él y sabría cómo estaban las cosas, pues Adrien era incapaz de engañarla aunque lo intentase.

Dos golpecitos en la puerta llamaron su atención y la distrajeron de aquellos pensamientos que discurrían en medio de un silencio espeso, interrumpido solo por aquellos aullidos lejanos que le erizaban la piel.

—Adelante —murmuró, como si temiera, casi, despertar a alguien... o a algo.

El rostro sonriente de Lorya asomó desde el otro lado.

—¿Está todo a tu gusto? —preguntó.

June tragó saliva y alzó una ceja, rezando interiormente para que su voz no delatara la mentira:

—Sí, todo perfecto.

Lorya avanzó un pasito sin apartarse de la entrada y la miró largamente.

—Sé que esto es muy distinto a lo que ha de ser tu casa en Luzaria; solo espero que seamos capaces de hacértelo más agradable.

June no pudo evitar conmoverse ante lo que consideraba un anhelo sincero de la joven bruja.

—Gracias, Lorya. Solo... solo necesito unos días para acostumbrarme —añadió, desprovista ya del temor inicial.

—¿Te vienes con nosotros?

—¿Adónde?

—A Estyria, a enterrar vampiros.

O

Probablemente hubiera sido uno de los peores fines de semana de su vida. El sábado lo había pasado encerrado en su habitación, tratando de sobrevivir a la resaca y a los pensamientos insanos; el domingo, encerrado en su cuarto, tratando de sobrevivir a los pensamientos insanos y a la indiferencia de Chris al otro lado del teléfono móvil. Además, había soportado estoicamente la regañina de sus padres que, si en algo lograban ponerse de acuerdo, era en lo mal que lo hacía todo. Por lo demás, había conseguido convertir al particular invitado de la familia en una mera sombra con la que apenas se había cruzado.

La mañana del lunes, sin embargo, no lograría hacerlo. Esta había llegado nublada y fría, sometida a un viento gélido que auguraba tormentas de nieve según las predicciones climatológicas.

Adrien dejó caer la mochila sobre el asiento trasero del vehículo y ni siquiera miró a Tayr cuando este subió a su lado en el coche. Tampoco a su padre cuando asomó a través de la ventanilla.

—Es su primer día en el instituto, Adri —le dijo—. Ayúdale en todo cuanto necesite, ¿me oyes?

—Sí, papá —respondió él, de manera automática.

El trayecto discurrió en un silencio incómodo, roto solo por el murmullo de la radio, donde se combinaban algunas viejas canciones con las noticias de última hora y las predicciones del tiempo.

Adrien miró de reojo a Tayr y comprobó que el joven viajaba con la cabeza apoyada en el asiento y observando a través de la ventanilla con aire indolente.

Había algo en Tayr que lo inquietaba. Probablemente se debiera a su condición y a lo poco que conocía sobre la raza de los brujos, pensaba, pero lo cierto era que en las escasas palabras que había cruzado con él, no hallaba razón que justificase la desazón que le despertaba. Y sin embargo, tenía la impresión de que llevaba dos días huyendo de él, evitándolo, escapándose casi.

Se detuvieron en un semáforo y Tayr alzó la cabeza.

—¿Qué es todo eso? —preguntó al fin.

Adrien observó que señalaba con el dedo, dando dos golpecitos en el cristal, a dos operarios instalando un sistema de luces en la fachada de unos altos edificios.

—Navidad. ¿No lo celebráis en Noctia?

Volvió a fijar la mirada al frente cuando detectó los ojos de Tayr sobre él.




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