Dryadalis

7. Querer menos; querer mejor

El mismo cochero que la había llevado hasta el caserón brujo el día -o la noche- de su llegada, la acompañó aquella mañana hasta la Cógnita. Tras los últimos acontecimientos vividos, June había de admitir que aquel hombre había dejado de inquietarla del mismo modo en el que lo había hecho el primer día, al fin y al cabo, ¿qué era un tipo siniestro frente un vampiro, una tumba abierta o llevar a cabo una traición en el seno de los traicionados?

Detuvo el carruaje y antes de que él pudiera abrir la portezuela, June se le adelantó. El hombre la miró sin modificar un ápice su expresión y ella le dedicó una sonrisa forzada que no obtuvo respuesta.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

Aparentemente aquel tipo iba a ser el que la trasladase de un sitio a otro, de modo que necesitaba forjar un mínimo de estrechez en aquella peculiar relación.

—No me llamo de ningún modo —respondió él con voz áspera.

—¿Te importaría que te llame Sam?

—Sam... —murmuró el cochero, como si paladease el nombre, tratando de averiguar si le gustaba o no.

—Sí, Sam. Es un nombre que me inspira confianza. A todos los buenos de las pelis los ayuda un Sam. ¿Te gusta?

El cochero continuó guardando silencio y empezó a caminar para que June lo siguiera. Avanzaron sobre una alfombra de hojas secas que se incrustaban al fango que había debajo. El ambiente era húmedo y una fina llovizna les dio la bienvenida.

Mientras caminaban, June distinguió un enorme edificio de aspecto anticuado —como todos allí—, una especie de catedral de mayores dimensiones que aquella otra que había encontrado en Estyria. Cuatro altas torres señalaban las esquinas de aquella construcción y unas gárgolas de grotescas facciones envolvían el perímetro del edificio, como si fueran las particulares guardianas de aquel lugar.

Sam empujó una pesada verja oxidada, que chirrió al abrirse para darles paso. June alzó la mirada y se detuvo, convencida de que una de las gárgolas se había movido. ¿Acaso era eso posible? En Luzaria hubiera estado segura de que lo había imaginado, pero allí las cosas eran muy distintas.

—¿Vamos?

La rasgada voz de Sam la sacó de su hechizo y retomó el paso tras la delgada figura del cochero hasta llegar a un elevado portón de madera maciza. Su peculiar acompañante agarró la aldaba de la puerta, una garra sosteniendo una bola de pesado metal, y golpeó con ella la madera en repetidas ocasiones. Un seco crujido indicó que el portón había cedido, pero tras él no había nadie.

Sam se giró y se encontró tan cerca a June que esta estuvo a punto de marearse al percibir el pestilente aliento del cochero.

—Os esperaré en el carruaje.

La joven dio las gracias interiormente cuando el hombre se hubo alejado y entró en un ostentoso recibidor. Sintió que allí la temperatura ascendía aún más y dio un respingo cuando la puerta se cerró suavemente, emitiendo el mismo quejido que había proferido al abrirse.

—¿Hola?

El eco de su voz recorrió el pasillo sin recibir respuesta alguna. Anduvo sobre una mullida alfombra de terciopelo roja y caminó flanqueada por antiquísimos retratos de extraños rostros; ninguno de ellos parecía humano. Las cortinas de dos enormes ventanales que había al final del pasillo se sacudían furiosas, a pesar de que las ventanas que ocultaban al otro lado estaban cerradas.

—Vivimos tiempos inquietos en La Cógnita —dijo una voz de pronto.

June se volvió y observó una figura en lo alto de una barandilla dorada que descendía junto a una escalinata a la derecha de un enorme salón, tan ostentoso como el corredor que la había llevado hasta allí.

La mujer era joven y hermosa. Tenía un lacio cabello rojo, como una lengua de fuego, que descendía suavemente hasta su cintura. Sus ojos eran negros y lucía un largo vestido de color blanco con un generoso escote. Se sujetó la falda del mismo para descender cuidadosamente a través de la escalinata sin perder de vista a June.

—Tú debes de ser la joven humana de La Conmuta, ¿me equivoco?

—No, no se equivoca. Soy June.

—June. Bonito nombre —concluyó la mujer cuando hubo llegado frente a ella. Extendió la mano y estrechó la de la joven cuando ella le respondió. A diferencia de los brujos, la mujer no estaba fría, sino al contrario. Su tacto era cálido, casi abrasador.

—Yo soy Anouk. Señora de La Cógnita y natural de las llanaruas de Ákiron, ciudad capital de Trásaro.

—Un... placer —respondió, dubitativa. Un demonio. Igual que recordaba la Conmuta de una joven vampiro en Luzaria, June también conservaba un claro recuerdo del paso de un demonio, una muchacha que provocó un par de incidentes con algún incendio que, finalmente, pudieron solventarse sin mayores dificultades. O eso les habían dicho al resto de alumnos.

Había algo en aquella mujer que la inquietaba, aunque supuso que toda criatura en Noctia generaría en ella aquel efecto hasta que lograra acostumbrarse por completo.

June se fijó entonces en que Anouk llevaba un medallón que, por un momento, la hizo sentir escalofríos: una moneda exactamente igual a la que le había sustraído a Eugenne, el príncipe de los vampiros. Y es que había sido aquella, la de Anouk, la que había esperado encontrar, topando, sorprendente y casualmente con la de Eugenne.




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