Dryadalis

9. Las proezas de Tayr

Acabaría por colmar la paciencia de su padre, de eso estaba seguro. Ander lo había castigado durante toda la semana sin pisar la calle a la salida del instituto y el primer día ya estaba dispuesto a saltarse la imposición, pero si se daba prisa, tal vez pudiera regresar antes de que su progenitor se diera cuenta. Tayr estaría aún en el Programa de Conocimiento, con una hora más y ese era el tiempo del que Adrien disponía para llevar a cabo su plan.

A pesar de que el sol gobernaba en lo alto de un cielo despejado y sin nubes, apenas se movía gente por aquella zona de la ciudad, tan cercana al Muro, tan fría y diferente. El añil del firmamento se distorsionaba sobre la mole de la tapia, oscureciéndose hasta acabar convertido en el gris de unas nubes arremolinadas. Soplaba un viento crudo que potenciaba el frío invernal y que calaba hasta lo más profundo, arrastrando, como siempre, algún lamento o aullido lejano. Pero Adrien no se entretuvo en impregnarse de las sensaciones que desprendía aquel sitio. En los últimos días había llegado a saciarse de ellas.

Se perdió por el entresijo de calles oscuras, tan angostas que los rayos del sol dibujaban trazados imposibles por la parte superior de las fachadas de aquel barrio abandonado. Ni uno solo de ellos alcanzaba a tocar el suelo, que eternizaba la humedad de su irregular superficie.

Pocos eran los que osaban vivir tan cerca del Muro de Caronte, por lo que había gran cantidad de apartamentos vacíos en la zona.

Se colocó la capucha e introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo. El trayecto despertó recuerdos en él, latigazos cegadores que le oprimían el pecho y le nublaban la mente. Chris, las sombras, la rusalka, las criaturas de la noche. Tayr. El monstruo saltando sobre ellos. La herida del brujo.

Aceleró el paso y en pocos minutos hubo llegado a aquella escalera que descendía en la acera hasta una puerta negra y sin seña alguna de identidad. Miró a ambos lados de la calle, asegurándose de que nadie lo hubiera visto y llamó con impaciencia, golpeando sobre la rugosa superficie de madera. Hubo un silencio prolongado y por un momento se planteó la posibilidad de que el licántropo que regentaba el local solo estuviera allí durante la noche, la cual cosa le hubiera resultado todo un alivio. Quería conseguir el mejunje que había logrado sanar a Chris y a él mismo, pero de igual modo, deseaba constatar que no había noctis quebrantando la Ley Común, la que les impedía mantener propiedades en Luzaria.

Se irguió, asustado, cuando la mirilla cedió y reconoció al instante los ojos de Rum al otro lado. Se despojó de la capucha, tratando de facilitarle a la muchacha su identificación.

—¿Quién eres? —preguntó ella.

Aparentemente, la joven no lo había reconocido.

—Me... me llamo Adrien. Estuve aquí la otra noche.

—Lárgate.

—¡Espera!

La mirilla no llegó a cerrarse.

—¿Qué cojones quieres? —preguntó ella, contenida.

—Necesito lo que fuera que nos diste a mi... a mi amigo y a mí. Nos sanó.

—¿Y entonces para qué quieres más?

—Para alguien más que no pudo... no pudo tomarlo.

La mirilla se cerró de golpe y Adrien aún necesitó unos segundos para reaccionar. Estaba atenazado e inquieto, pero la rabia fue más fuerte y le propinó un golpe a la puerta.

—¡Mierda!

La hoja cedió, entonces, después de un seco crujido, y de nuevo se topó con la figura de Rum. Vestía un holgada prenda larga, similar a una túnica, pero sin mangas y con un cordón ciñéndose a su cintura.

—Un humano no debería venir solo aquí —apuntó con calma.

—Y un noctis no debería estar por el día aquí —respondió él.

Y al instante se arrepintió. Tal vez su desgarbada lengua le costase una negativa por parte de aquella licántropa, pero la situación de Tayr no podía permitírsela.

—Lo siento —se disculpó rápidamente—. Necesito más preparado, por favor.

—No soy ninguna ONG. Lo de la otra noche fue un favor puntual.

Adrien exhaló todo el aire de sus pulmones y se apartó el pelo de la cara.

—Por favor. Mi amigo lo necesita.

—Tu amigo... ¿Tayr?

Adrien la miró, dubitativo. No estaba seguro de que confirmarlo resultase beneficioso, pues el propio brujo le había explicado que Moran no lo quería en su taberna, pero aquella joven no era el propietario, sino su hija y si esta le había debido alguna vez un favor a Tayr, tal vez los uniera una buena amistad, quiso pensar.

—Está herido. Nos ayudó y ahora...

—Supongo que no te envía él.

—Supones bien. No tiene ni idea. No creo que le hiciera mucha gracia, pero...

—De acuerdo. Te daré un preparado más con una condición.

—¿Cuál?

—Quiero ser yo quien se lo dé. Necesito hablar con él.

—Pero hay que llevárselo ya. La herida parece grave y...

Rum sonrió.

—Tayr sabe cuidarse solo, no deberías preocuparte tanto.




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