Dryadalis

12. Marcas en la piel

Anouk acompañó a June hasta el enorme recibidor de La Cógnita a través de la escalinata, como era habitual. Después la saludaba con una reverencia y volvía a perderse entre las sombras, como una roja llama engullida por la noche. June estaba convencida de que incluso el calor se apaciguaba cuando la mujer se iba.

Permaneció allí durante unos segundos escrutando la oscuridad que envolvía el resto de los pasillos, donde no había antorchas ni ninguna otra forma de iluminación. El demonio le había asegurado que ella era la única moradora del lugar, pero aquel sitio era inmenso. ¿Qué secretos esconderían sus muros? La construcción era antiquísima; de eso, no solo daban buena muestra sus vetustos muros, sino la historia que la propia June había estudiado. Pero lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de qué habría albergado ese sitio antes de convertirse en el centro de conocimiento de los Noctis e incluso de los lúzaros de la Conmuta, que pasaban allí buena parte de su tiempo.

Suspiró hondamente, descartando la idea de echar un vistazo. Cada vez que su temeraria mente hilvanaba una idea alocada, las palabras de Eugenne regresaban a su cabeza para ejercer de ariete y tumbar la puerta hacia su curiosidad.

Las bisagras chirriaron cuando tiró del enorme portón para encontrarse con el siniestro rostro de Sam, el cochero al que ella misma había 'bautizado'. Debía admitir que, a medida que pasaban los días, el tipo no resultaba tan inquietante como al principio y hasta era capaz de encontrar en su cara algún matiz simpático.

—¿A qué raza perteneces, Sam? —preguntó con indolencia, mientras caminaba de regreso a la carroza.

El hombre la miró sin decir nada y mantuvo la portezuela abierta. June infló los mofletes y exhaló todo el aire que había capturado, mientras ocupaba su deprimente asiento. Debería resignarse a mantener aquella insulsa relación con el cochero y no era que esperase grandes diversiones por parte de este, pero había llegado a imaginar que podía conseguir un amigo con el que poder charlar y desahogarse acerca de las extravagancias de los brujos. A Eugenne, seguramente no le interesase nada más allá de lo que a Tayr concerniese y con Anouk, sencillamente, no se atrevería a comentar nada. Y aquellas dos personas eran las únicas 'no-brujos' con las que había trabado cierta relación.

No dejaba de resultar deprimente que con lo grande que era Noctia, su vida social fuera a limitarse a una decena de brujos de entre los cuales solo tres o cuatro se dignaban a dirigirle la palabra; un vampiro y un demonio. Cierto era que aún le faltaba un año entero allí, pero si su rutina iba a limitarse a ir de La Cógnita al caserón y viceversa, no tendría muchas oportunidades de alternar. Por otro lado, si la vida social de Noctia la llevaba a vivencias tales como enterrar vampiros durante su sueño, tal vez fuera mejor recluirse en su habitación.

Suspiró de nuevo ante aquel desalentador panorama. No resistiría un año entero así.

O

Adrien fue el primero en entrar en el salón, seguido por Tayr y, finalmente, por Ander. Lorna bajó la escalera rápidamente y apareció allí como una embestida, directa hacia su hijo, cuyo rostro sostuvo entre las manos, emocionada.

—Por los dioses, hijo —exclamó, llorando. Lo abrazó con fuerza y derrumbó sobre él toda la tensión acumulada desde que el director había llamado a su casa, informándola de lo ocurrido. Dado que a ella le había resultado imposible acudir, había llamado a su marido, pero al regresar a casa, la espera se le había hecho eterna.

—Te han golpeado —siguió hablando Lorna, mientras paseaba los dedos sobre las heridas y moretones de su hijo.

—Mamá, estoy bien.

Adrien buscó a Tayr, ligeramente avergonzado ante lo que consideraba una excesiva preocupación por parte de Lorna. Su madre solía conseguir que se sintiera como un niño.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó la mujer a su marido.

—Hay una pandilla que la tiene tomada con él —explicó Ander, como si Adrien no estuviera allí.

—Cielos... —Lorna se llevó las manos a la boca, reprimiendo un sollozo.

—Mamá, no te preocupes.

—¿Por qué no nos habías dicho nada? —quiso saber ella.

—No quería inquietaros.

—¿Inquietarnos? Adrien, por los dioses...

—Tayr intervino, por suerte —continuó explicando Ander—, pero hizo uso de brujería y ahora puede estar metido en un buen lío.

Adrien buscó de nuevo al brujo con la mirada. Permanecía de pie, apartado y con las manos metidas en los bolsillos. Su aspecto inspiraba cualquier cosa menos lástima, pero Adrien sintió la necesidad de apartarse de su madre y colocarse junto a él, borrar, de algún modo, la estampa que lo dejaba solo en aquel salón, donde nadie parecía especialmente preocupado por él. Allí no había una madre sujetándolo para comprobar cada herida ni un padre buscando soluciones.

—Ellos también utilizaron magia blanca —repuso Adrien, molesto—. ¿Por qué no cuentas toda la historia?

—¿Es eso verdad?

Lorna se colocó delante de su marido y Adrien creyó detectar en torno a ella esa especie de aura rojiza que se le prendía cada vez que se enfadaba.

—Sí, sí lo es —confirmó el propio Adrien—. Cada vez que me han golpeado la han utilizado para inmovilizarme. Si no, te aseguro que más de una vez le hubiera partido la cara a esos malnacidos.




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