Dryadalis

14. Conversión

Habían rebasado los límites de Estyria relegando la Vía Negra. Hacía rato que habían dejado de hablar, pero en el único tramo en el que Elain lo había hecho, le había explicado que, por fortuna, aquella zona de Noctia era la más pequeña, allá donde las terras limitaban en poco espacio y era fácil pasar de una a otra. Hacia el este las extensiones se ampliaban y las terras se prolongaban por millas y más millas de interminable avance.

June estaba agotada. A la caminata antes llevada a cabo junto a Sam, le sumaba la que acababa de llevarla hasta terra vampira. Allí, cerca de la verja que rodeaba el camposanto, se dejó caer de rodillas y trató de recuperar el aliento. El cielo era un amasijo de nubes centelleantes y el viento silbaba entre las copas de los árboles lejanos.

Elain también le había contado que fuera de la terra propia era mejor no emplear la magia, la cual hubiera podido ayudarlos a viajar más rápidamente.

—Hasta aquí —concluyó el brujo, captando la atención de June—. Tienes que irte. Lorya y los demás te encontrarán si permaneces aquí por mucho tiempo.

—¿Qué es lo que quieren de mí? ¿Por qué no me lo dices de una vez?

—Solo hazme caso y guarda bien la moneda.

—¿Cómo... cómo sabéis que la...?

June se puso en pie de forma costosa.

—Zoe es el sigilo personalizado. Entrar en tu habitación mientras dormías y registrar cada bolsillo de tus maletas y de tu ropa es tarea sencilla para esa cría.

—¿Zoe? ¿Y por qué no me la quitó entonces?

—Porque su legítimo propietario ha aplicado magia de sangre en ella y ningún otro noctis puede tocarla.

Elain dio media vuelta y corrió, perdiéndose su silueta entre las sombras del bosque.

—Zoe... —murmuró June. Aún no podía creer la forma ruin en la que aquella cría se la había jugado hasta dos veces: delatando su incursión hasta Las Catacumbas, en primer lugar y registrándola después hasta dar con la moneda, para contárselo más tarde a Lorya y los demás—. Hija de puta.

Se acercó hasta la verja y encajó el rostro entre dos barrotes. Observó el reloj de la torre y comprobó que eran las doce. Allí siempre eran las doce, así que no tenía ni la más remota idea de cómo o dónde podría encontrar a Eugenne. Sacó la moneda de su bolsillo y la observó con una curiosidad nueva. Cuando se la había robado al vampiro, este se la había confiado y a ella le había obsesionado tanto la idea de que los brujos no la encontraran que casi ni se atrevió a sacarla de su bolsillo. Ahora podía recrearse en su brillante superficie, en los extraños símbolos que decoraban una y otra cara y en sus minuciosos grabados.

Resopló y se armó de valor trepando la verja. Cayó al otro lado y caminó, frotándose los brazos para repeler las crudas sensaciones que generaba en ella el viento cortante que soplaba allí. Dudó al llegar al camposanto, temerosa de encontrar a los vampiros en sus tumbas, pero por suerte, estaban vacías. Siguió caminando y los sonidos que enviaba el bosque la inquietaban cada vez más. Alzó la mirada, rezando interiormente por no encontrarse con aquel murciélago malhumorado que adquiría forma de vieja satánica para amargarle la existencia. Y aquel debía de ser su día de suerte —así de alto estaba el listón— porque fue capaz de llegar hasta la puerta del castillo sin topar con nadie. Movió la gruesa anilla de metal que colgaba de la recia madera y la golpeó. Después reculó y alzó la mirada hacia lo alto de aquella edificación.

Una mujer joven y de aspecto pálido le abrió la puerta tras pocos segundos. Sus ojos eran azules, pero de un tono nada común. Sonrió, mostrándole a June unos colmillos largos y afilados, y se apartó, invitándola a entrar.

—El príncipe os recibirá enseguida.

—¿Acaso me esperaba?

—No, pero os ha visto llegar en compañía del brujo. Por suerte se ha marchado —añadió—. No son bienvenidos en Estyria.

June tragó saliva al comprobar que la mujer sostenía en su mano una brillante espada demasiado grande para ella. Pensó en Elain y en su cabeza rodando hasta acabar colándose en una tumba vampira ocupada por alguien.

—Joder... Tengo que hacer una limpieza de mente.

—June...

Eugenne apareció desde las sombras con su habitual sigilo, pero June estaba empezando a acostumbrarse a las extrañezas de aquel mundo y sus habitantes.

—No te esperaba —añadió el vampiro.

—Lo siento, pero las cosas se han precipitado. Los brujos me están buscando, saben que tengo la moneda; la quieren y saben, también, que estuve en Las Catacumbas, algo que aparentemente no les ha hecho demasiada gracia.

—Te dije que tuvieras cuidado con el arkanai.

—Ya, pero no imaginaba que tuviera que protegerme del manoseo de alguien mientras duermo.

—¿Manoseo? ¿De quién?

—Zoe, una zorra de siete u ocho años.

Eugenne desvió momentáneamente su atención a la mujer que había abierto la puerta a June y que continuaba allí plantada sin decir nada.

—Puedes retirarte, Sylvie.

—Por supuesto, alteza.

June extendió la mano con la moneda sobre su palma, pero el vampiro se limitó a mirarla.




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