Dryadalis

17. Ley rota

Ni en sus más horribles pesadillas la noche habría podido ir peor, aunque tampoco estaba muy seguro del motivo exacto de su desazón. Si lo pensaba con serenidad, nada había sido distinto a lo que hubiera podido esperar en un primer momento, salvo la imprevista presencia de Chris que, para más inri, había cenado a su lado. Por lo demás, todo había sido igual que cada año: La sala de siempre, atestada con la misma gente de siempre envuelta en su sempiterna pomposidad. Los adornos excesivos, atiborrando el lugar; la música, demasiado alta; los platos de comida exagerada, durante la velada y aquel baile rancio. Las sonrisas falsas, las adulaciones y las aburridas conversaciones sobre noctis y lúzaros. El Consejo de Nix no llegaría hasta pasadas las doce de la noche, momento en el que las puertas del Muro de Caronte podían abrirse sin quebrantar la Ley Común. Y Tayr, que había asistido a la cena abrumado por la incesante verborrea de Azra y que había desaparecido de su vista hacía un buen rato, después de que acabase la cena y se trasladasen todos de regreso a la sala Cúpula. Tampoco la elfa estaba por allí, de modo que dedujo que habrían buscado algún escondrijo para dar rienda suelta a lo que fuera que hubiera entre los dos. Por más que Tayr se lo hubiera negado, parecía algo evidente y ni siquiera entendía por qué el brujo se molestaba en ocultárselo o en disimular.

Chasqueó la lengua mientras abandonaba la sala principal y desaparecía en dirección a los pasillos. Con la actividad bullendo en el salón de eventos, la única iluminación se concentraba en el corredor principal, que conducía hasta la zona de los ascensores. El resto de lugares dependía solo de la iluminación de emergencia, y Adrien lo agradeció. Se escurrió entre las sombras con rumbo al único sitio en el que podría soportar quedarse hasta que la luz del nuevo día le permitiera regresar a casa, previa salida para saludar a los miembros del Consejo de Nix, pues su padre no le permitiría una descortesía con ellos. Después, podría retirarse a una de las habitaciones preparadas a tal efecto —pues todos los invitados habrían de pasar la noche allí—, pero además del temor de encontrar a Tayr con su compañía, estaba el hecho de que no deseaba encerrarse en un lugar en el que pudieran encontrarle fácilmente.

Aún faltaba un buen rato para las doce, así que Adrien llamó al ascensor y aguardó el largo descenso hasta los sótanos. Recordó el miedo que le había dado de pequeño recorrer aquellos pasadizos eternos y laberínticos. Sonrió mientras negaba con la cabeza y llegó hasta la puerta del Archivo, donde se embriagó con el olor a papel viejo. Las estanterías estaban llenas de ellos, acuerdos y tratados que databan de mucho tiempo atrás, años; siglos, quizás. No le interesaba lo más mínimo lo que en ellos pusiera, pero aquel aroma le agradaba y le ayudaba a relajarse. Descendió a través de la pequeña escalera de caracol que conducía hasta la parte más vetusta del Archivo, pero no llegó a bajar los escasos diez o doce peldaños que la conformaban, pues una presencia en la planta baja lo dejó clavado. Era Tayr, y a diferencia de lo que hubiera podido esperar, estaba solo... y vestido. Se había desabrochado un par de botones de la camisa y permanecía inclinado sobre un cajón del que había extraído ya numerosos documentos que reposaban ordenadamente sobre un montón en el suelo. Se irguió, apartándose, al ver a Adrien allí inmóvil.

—¿Qué... qué estás haciendo aquí? —preguntó este.

—Nada.

Adrien terminó de bajar la escalera en espiral y se detuvo al final de la misma, con la mano apoyada aún sobre la barandilla metálica.

—¿Qué estás buscando?

Tayr suspiró profundamente y dejó claro que esa sería su única respuesta.

Entonces, un chasquido precedió al apagón y la puerta que había en la parte superior de la escalera se cerró con el crujido y el siseo de su sistema automático. El Archivo era la parte más antigua del edificio, pero sus mecanismos de seguridad eran tan modernos como el más vanguardista de los despachos o salas y Adrien sabía perfectamente que cualquier fallo en el sistema eléctrico sellaba puertas y accesos en todo el edificio.

—¡Mierda! —exclamó, mientras regresaba arriba y empujaba, inútilmente, con el hombro.

Por suerte, en aquella sala también había alumbrado de emergencia, un par de lámparas anaranjadas ancladas en la pared que, a duras penas, permitirían distinguir un paso por delante.

—¿Qué coño ha pasado? —volvió a preguntar Adrien.

—Parece un apagón —respondió Tayr, sin moverse aún de su sitio.

Recogió los documentos y volvió a colocarlos con cuidado en el interior del cajón, mientras Adrien regresaba de nuevo abajo.

—Genial... —murmuró—. ¿Qué cojones estabas buscando? Y no me digas que nada.

—Buscaba información.

—Información. ¿Sobre qué?

—Sobre antiguos tratados entre noctis y lúzaros, Adrien. Nada importante.

—¿Nada importante y tienes que hacerlo a hurtadillas?

—No creo que ningún miembro del Consejo de la Luz vaya a hacerme un tour turístico por aquí.

—Supongo que eso es porque no tienes nada que buscar por aquí.

Tayr apoyó la cadera sobre la mesa de madera que quedaba junto al archivador. Adrien hizo lo mismo en la barandilla aunque su estado denotaba un mayor nerviosismo que el de Tayr, como era habitual.




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