Dryadalis

25. Luz en la oscuridad

June caminó junto a Eugenne para abandonar Las Catacumbas. Alzó la cabeza, tratando de impregnarse del frío de la noche ántica, pero bajo su condición de vampira, se sentía como si un velo protector, aquel que le impedía sentir cansancio o dolor, la privase también de sensaciones tales como el alivio, el frío o el calor.

Ni siquiera podía creer que se alegrase de ver a Sam. El cochero permanecía junto al oscuro carruaje en el que la había trasladado desde su llegada. Eugenne abrió la portezuela y se mantuvo a la espera.

—Gracias, Sam —murmuró la joven, colocando la mano sobre el hombro del brujo, que ni siquiera se inmutó.

June se volvió cuando Elain abandonó la gruta también con Ottana en brazos. Ninguno de los dos lo había establecido, pero Eugenne no se mostró por la labor de impedirle la marcha pese a haberse descubierto frente a June como enemigo del brujo. Era como si ambos hubieran fijado una especie de tregua.

—Espera —solicitó la lúzara.

Elain se detuvo a una distancia prudencial, atendiendo a su llamada.

Eugenne puso los ojos en blanco al verla acercarse al brujo.

—Llévate el carruaje, así no tendrás que cargar con ella.

Elain esbozó una sonrisa ladeada.

—No pienso llevarme ese armatoste.

—¿Y el caballo? ¿Te lo llevarías si lo desato?

—¿Por qué quieres...?

—Por ella. —June le acarició el rostro a Ottana, que respiraba de forma serena entre los brazos de Elain. Dormida parecía solo una niña sin preocupaciones ni responsabilidades, una lúzara cualquiera que en algún momento se despertaría con el único cometido de acudir a clase y aprobar el próximo examen—. No creas que lo hago por ti.

—No lo hubiera creído nunca.

—Bueno, aunque técnicamente te debo una... o dos. Me sacaste del caserón brujo y hasta me has dejado morderte.

—Intereses propios. No quiero que nos achaquen un quebrantamiento de la Ley.

—¿No permitir que te muerda el cuello es un quebrantamiento de la Ley?

—Revelarle tu presencia a la Timoria y exponerte a una muerte lenta y agónica podría llegar a serlo. En cualquier caso, tú también la ayudaste a ella. No me debes nada.

—También la ataqué. El primer día que la vi, no pude contenerme, aunque no te lo ha contado.

Para sorpresa de June, Elain no se mostró enfadado, sino que asintió.

—Tómate el ungüento que te ha traído el chupasangres y dejarás de lanzarte a los cuellos de todo el mundo.

June asintió también al tiempo que sonreía.

—Gracias por todo. Despídeme de Ottana.

—Lo haré.

—Mucha suerte.

El brujo hizo un gesto con la cabeza y la joven se dio por respondida. Sin necesidad de que nadie le indicase nada, Sam desató al caballo del carruaje, al tiempo que Eugenne negaba con la cabeza, resignado. El cochero golpeó la grupa del animal, que se desplazó despacio hasta Elain y June. El brujo colocó a Ottana con cuidado y después, montó sobre el corcel, a pesar de que este no tenía silla.

—¿Estará bien? —se preocupó June—. ¿Por qué no despierta?

—Está bien. La han golpeado y dormirá un buen rato. Eso es todo.

Ella asintió y se apartó mientras Elain le dedicaba una última mirada a Eugenne y desaparecía bosque a través, cabalgando a toda prisa con la espalda de Ottana apoyada sobre su pecho.

—Genial —exclamó Eugenne—. ¿Y ahora cómo nos vamos nosotros?

—Andando, vampiro. Sé que no te cansas, así que no tienes excusa.

—No conoces la historia —respondió el interpelado cuando June hubo llegado junto a él—. No deberías posicionarte.

—Estaría bien que tampoco tú intentases posicionarme.

Eugenne asintió.

—Tienes razón. No debí inmiscuirte en esto. Lo siento.

—Tampoco debiste haberme besado.

Eugenne entrecerró los ojos.

—También en eso tienes razón —acabó admitiendo—. No sé qué me pasó. Lo lamento.

June hubiera querido protestar ante aquella débil excusa. Algo en su interior hubiera deseado que él defendiera su actuación, que la justificara, pero la parte racional se abrió paso y determinó que era mejor así. Todo era más fácil en medio de aquella indiferencia, así que arrancó el tapón de la ampolla que el vampiro le había traído y le dio un trago hasta vaciarla.

—¿Nos vamos?

O

Cuando Tayr accedió al apartamento de Moran, observó los cristales rotos en salón, los muebles tirados por todas partes y las cortinas rasgadas. Miró a Adrien fugazmente y pareció buscar una confirmación de que estaba bien.

Moran se dejó caer sobre el sofá mientras se limpiaba las manos, como si acabase de terminar con alguna tarea banal.

—No debía estar aquí —murmuró sin mirar los muchachos.

Adrien y Tayr se mantuvieron de pie bajo el umbral del salón. Ninguno de los dos dijo nada.




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