Dulce Destino (el Amor De Mis Vidas #2)

Prefacio

"La muerte es el comienzo de la inmortalidad.”

 (Maximilian Robespierre).

 

Dejó la botella de ron sobre la mesa y avanzó hacia el balcón con pasos lentos, casi medidos. A pesar de la parsimonia de sus movimientos, su corazón latía con desenfreno.  Abrió la puerta y caminó bamboleante hacia el barandal. Aunque el alcohol nublaba su juicio, estaba lo suficientemente sobrio como para poder distinguir entre las barandas y el vacío, sin vomitarse encima.

Una lágrima recorrió su rostro al ver los enormes edificios y escuchar la melodía engorrosa de la ciudad. 

Restregó su rostro y golpeó sus oídos, furioso.

Detestaba ese sonido. Lo odiaba con todo su ser.

Había tocado fondo.

Desde pequeño, su padre le había dicho que era un diamante en bruto; solo era necesaria una ardua presión para convertirlo en una joya invaluable.  Sin embargo, después de tanta presión, había terminado agrietándose y volviéndose trizas.

Ya no podía soportarlo más.

Lo que, en un principio era su pasión, se había convertido en un infierno que acabó con su familia.

Las drogas, el alcohol y las mujeres ya no eran suficiente para reprimir sus pensamientos. Se había convertido en una marioneta de los medios y los vicios. Ya no sentía nada y tampoco deseaba continuar. 

¿De qué servía vivir cuando no sentía absolutamente nada?

Volvió a cerrar sus ojos, con la esperanza de poder escuchar alguna melodía reconfortante que saliera de su cabeza, como antes. 

No hubo ninguna. El sonido de la ciudad continuó resonando en sus oídos. No obstante, percibió el leve sonido de un tarareo.

Abrió sus ojos y giró su rostro hacia el lugar de donde había escuchado que provenía la melodía. Como si de una aparición se tratara, una mujer de cabello rubio estaba sentada en la orilla del barandal, en la otra habitación. Ella no había notado su presencia. Estaba sentada en la orilla, balanceando sus piernas se adelanta hacia atrás. Tenía puesta una bata de baño y sujetaba un vaso lleno de soda. Miraba hacia el frente y susurraba aquella melodía apenas perceptible, pero que había logrado agitar el corazón de Donato.

Suono de amore. 

Era su pieza de piano favorita. La primera que había aprendido a tocar, de hecho. Ni siquiera podía decir que había aprendido a tocarla, pues siempre había sentido que aquella composición era parte de él. Que un niño de cinco años hubiese logrado interpretar una pieza así por primera vez, sin duda debía ser considerado una genialidad.

Aquella pieza lo había traído hasta aquel deplorable estado en el que se encontraba. 

¿Por qué no detestó escucharla entonces?

Lejos de eso, le produjo una extraña satisfacción. Una que no había sentido desde hace mucho. 

La contempló, cautivado. Su cabello largo y rubio ondeaba debido a la brisa. La consideró un hermoso ángel.  

La vio tambalear un poco y se acercó al muro que los separaba, espantado. Estaban a treinta metros del suelo. Nadie en su sano juicio se sentaría sobre la orilla de un edificio tan alto.  Ella logró incorporarse, sonriendo risueña, como si no hubiese estado a un centímetro de la inminente muerte.

Él rio al verla. Su alegría era contagiosa. En ese momento, incluso olvidó la razón por la que estaba allí.

La mujer giró su rostro al escuchar la risa leve, tomándolo desprevenido.

Al cruzar miradas, fue como si el tiempo se hubiese detenido.  Sintió como si la brisa hubiese dejado de correr y el sonido de la ciudad se hubiese apaciguado. Lo único que escuchó fue el sonido feroz de su corazón, palpitando en el instante en el que ella le sonrió.

 —¿Jugando con la muerte? 

La pregunta salió de su boca demasiado rápido como para meditarla. Se sintió estúpido, pero la sensación no duró demasiado al verla sonreírle.

Ella, por su parte, lo había reconocido, pero —por el estado en el que se encontraba el pianista—no quiso ser impertinente. Era notable que pasaba por una mala racha, al igual que ella.

—Vine a escuchar desde aquí —respondió.

Donato se aproximó a ella. Ya de cerca, la miró con más detalle. Sus ojos eran de un color esmeralda intenso, sus rasgos eran suaves y sus labios estaban curvados en una sonrisa risueña. 

—¿A escuchar? — cuestionó él, confundido. Ella asintió—. En mi opinión, esta ciudad no suena muy bien.

—No vine a escuchar a la ciudad —. Señaló hacia el frente—. Vine a escuchar el conservatorio.

Donato miró hacia el frente. El conservatorio de música de escocia no era el edificio más alto de todos, pero sí era distinguible entre los demás. Era de noche, así que no había nadie allí.

—¿Cómo podrías escuchar el conservatorio desde aquí? —cuestionó él.

—Simplemente, cierro los ojos e imagino que todos tocan. Es muy sencillo. Debería intentarlo.

—Prefiero no hacerlo. En este momento no soy capaz de imaginarme nada.

—Tiene razón, se ve bastante pasadito de alcohol —bromeó.

—No lo digo por eso. No quiero imaginarme otra cosa. Me encuentro bien así —declaró, sin dejar de mirarla. Los ojos de la mujer se cerraron levemente debido a su sonrisa. Donato se sintió como un idiota. De seguro parecía un acosador. Carraspeó y miró hacia el frente—.¿Estudias en el conservatorio? 

—No. Pero me gustaría…—contestó.

  El tinte de tristeza que de pronto tomó la voz de la mujer, no le gustó.

—¿No tiene los medios?

—Estoy estudiando otra cosa.

—¿Y le gusta?

—Sí, me gusta. Pero no lo suficiente. Cuando toco…, me siento feliz y tranquila. Es una plenitud inexplicable. Sin embargo, comprendo que tocar no ayudará a la humanidad tanto como la medicina. Realmente me agrada saber que ayudo a las personas, pero…

—No lo disfruta —le secundó él. La rubia asintió con desánimo y lo encaró.

 Lo había visto en la televisión y también había asistido a uno de sus conciertos de piano. La había cautivado desde el instante en el que lo escuchó tocar, pero no sabía que estar tan cerca de él le resultaría abrumador. Era guapo. A pesar de estar borracho, su presencia era firme y determinante. Sus ojos grises y vidriosos la miraban con anhelo. Su mirada parecía perdida y ella parecía su único destino.




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