Eclipse de Mar

Capítulo 1: La invocación

CAPÍTULO  1

LA INVOCACIÓN

 

Las mareas dibujaban olas perladas sobre la arena de la isla silenciosa, mientras el cielo celebraba su esplendor. De pronto, la voz áspera del capitán irrumpió en el aire con una marcada pretensión. 

— Podría entonces llevarla a la isla, con Enrique, mi hijo, y así ella lo curaría como ha hecho conmigo —dijo el capitán, mirando al viejo, quien se disponía a servirle el plato de sopa caliente.

— ¡No! —Exclamó aquel— mi hija no puede salir de esta montaña, es imposible lo que me pide capitán —le respondió aquel, muy determinante— usted ha sido muy amable con nosotros, y con el pueblo, por eso le permito que, en cambio, traiga al niño, y mi hija con gusto lo sanará, pero no insista de nuevo, este asunto está fuera de discusión.

— ¡Pero hombre! Es que mi Enrique está muy grave, y no podría hacer el viaje, está muy lejos de aquí, y mi esposa jamás lo permitiría, no es tanto ni demasiado lo que le pido, es lo que ella hace, en todo caso, sanar, salvar vidas, sería injusto y muy cruel de su parte seguir negándose —le dijo al viejo, recriminándole su actitud tan poco generosa, pues el capitán sabía que la muchacha podría hacer que el mal que afectaba a su amado hijo se desvaneciera en poco tiempo, y eso, era precisamente, lo que le faltaba a él, debía llevarla lo más pronto posible.

—Entiendo su situación querido capitán, ¡créame! He pasado por mucho sufrimiento en mi vida aquí entre estas montañas, y he visto seres amados partir sin que pudiéramos hacer nada, hasta que supe que mi hija vino a este rincón del mundo alejado de los hombres y de todo mal, y es por ella, que no puedo acceder a su pedido, usted sepa disculparme, sé que, si se lo digo, ella iría, pero no lo haré, ella pertenece a esta tierra, y su pueblo la necesita —volvió a insistir el anciano, sin dudar ni una sola vez en sus palabras.

—Me temo que está usted muy equivocado conmigo, don Héctor, su hija es una bendición para este mundo, sus dones son impresionantes y su actitud es muy egoísta, manteniéndola aquí, cautiva, cuando allá afuera, hay tanta gente que también la necesita, perdóneme, pero no estoy de acuerdo, sin embargo, ya no volveré a hablar del tema, y muy a mi pesar, tendré que actuar de otras maneras —le reprochó aquel hombre cuyas heridas hubieran sido letales, en el caso de que sus médicos lo hubieran tratado, pero Nivia, la adorada hija de don Héctor, había logrado curarlo, en sólo un par de días.

El capitán bebió su sopa, y contempló desde la ventana de la choza, aquellas distantes e inmensas olas del mar, y la luz de un sol que se iba durmiendo en el atardecer de aquel día triste y desolado, porque para él, no existían ya momentos de dicha ni de felicidad. La vida de su hijo se apagaba, y no había en su mente, cabida para entender que lo perdería, sabía que, de una u otra forma, iba a llevarse a Nivia con él en su barco, de regreso a la lejana isla, en donde aguardaban impacientes, su esposa Isabel, su amado Enrique y su pequeña hija.

Las horas transcurrían lentas y monótonas en la montaña, así, durante la época de invierno, las nevadas harían que fuera muy complicado bajar hacia la playa para partir. El capitán era un hombre muy perseverante, inteligente y astuto, y junto a sus hombres, había ideado un plan para lograr su cometido. Ni el viejo, ni la gente del antiguo pueblo, ni las heladas, ni el tiempo mismo lo detendrían, él ansiaba ver a su familia feliz, como lo fue antes, cuando habían esperanzas y risas en sus vidas.

Don Héctor había sido también, muchos años en el pasado, capitán de un barco, aunque esto no le había mencionado al extranjero. Tuvo mucho prestigio, fue un hombre de honor y de palabra, fue muy fuerte y valiente, navegó por mares y océanos, surcó cielos tormentosos, y cuando por fin se halló en aguas serenas, desembarcó con un pequeño puñado de sus hombres que habían sobrevivido a las violentas mareas del sur, llevándolos hacia aquella tierra remota, y descubriendo entonces, un antiguo pueblo entre las montañas. Allí habitaban unos indígenas muy apacibles, cuyo estilo de vida estaba basado en la cosecha de frutas y verduras, y en la elaboración de una bebida a base de miel y azúcar, la que sacaban de la salvia dulce de algunos árboles del bosque. Estas personas eran muy estrictas en sus normas, pero a su vez, eran gentiles y cordiales, sólo querían que no se los molestara, puesto que protegían mucho su forma de existencia.

Un día, Marla, la anciana sabia del pueblo, quien le contó sobre la isla, cuyo nombre era Alcalia, había bajado, y había visto así, la embarcación de don Héctor, era primavera, el clima era hermoso y ligeramente cálido. Uno de los hombres del capitán dijo a la mujer que necesitaban ayuda, estaban heridos, y, sobre todo, don Héctor, quien yacía echado sobre su espalda, en la arena, con los huesos rotos de sus piernas y no podía moverse. La anciana dudó por un largo rato, mientras observaba a cada uno de esos personajes maltrechos, flacos y hambrientos que también fijaban sus miradas sobre ella.

No podía tenerles confianza, ni mucho menos llevarlos al pueblo, no podía arriesgarse, pero en el momento en que se daba vuelta para alejarse, una niña de cabellos largos y oscuros, corrió hacía el hombre herido tirado sobre la arena y tomó sus manos. Ella lo miró intensamente, y sin decir una palabra, permaneció así por unos instantes, la anciana la llamó “Nivia”, y luego la niña de preciosos ojos cristalinos, se fue hacia ella.

—Deben irse —les dijo— yo no puedo darles ninguna ayuda, soy vieja y débil, aquí no hay nada más que chozas y polvo, nieve en los picos de las montañas, y arena en estas playas.




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