Eclipse de Mar

Capítulo 8: El rito de la niebla

CAPÍTULO 8

EL RITO DE LA NIEBLA

 

Las brisas de aquellas mareas de amanecer habían llegado al fin, y el profesor se dispuso a hacer los preparativos para que su propósito se llevara a cabo sin inconvenientes. Tenía que ser en esa misma noche, y debía hacerse sin que Carmen estuviera despierta, pues ella no debía enterarse de lo que su esposo estaba planeando, ya que era probable, que considerara todo eso una locura y no creyera en lo que él pudiera decirle, aunque tratara de explicárselo lo mejor que pudiera.

Desde el día del cumpleaños, habían pasado dos semanas. La abuela de Elena no había sospechado que el libro ya no se encontraba en el mismo lugar en donde había permanecido por tantos años, y creyó que el señor Lara, preso de su dolor por la enfermedad de su esposa, se había exaltado aquella vez que quiso saber sobre los seres místicos de los océanos, pero pensó que esa obsesión suya había cesado, y que optaría por seguir con los métodos de sus médicos. Ella era apenas una niña cuando hubo visto por última vez a Nivia, y no tenía idea del ritual que se detallaba en el libro, sólo recordaba que su hermano había caído en un grave estado hace muchísimos años, y que un día, se había recuperado sin que nadie supiera cómo lo había logrado.

Durante la mañana de aquel ansiado día, Carmen había ido a una de las sesiones de su tratamiento, y estaba muy adolorida. Más tarde, no quiso cenar, y se dispuso a echarse una larga siesta que abarcaría, incluso, toda la noche. Octavio sabía que no podía esperar más, era preciso realizar el ritual en esa misma madrugada.

El sol saldría pasado las cinco y media, así que llevó el libro hacia la playa, en donde se ubicó frente al mar, cerca de la medianoche y aguardó. Bastian, Luna y su esposa se hallaban dormidos, la casa estaba en silencio. Tuvo temor, aunque antes no lo había sentido, porque vio que esa noche era muy distinta. El mar estaba agitado, sus inmensas olas se movían con una sorprendente rapidez, y la luz de la luna no había aparecido en el semblante de un cielo apagado. Las estrellas tampoco fulguraban, todo se había puesto oscuro, y en las siguientes horas, todavía más.

No durmió, a pesar de estar muy agotado, pues estaba atónito, nervioso e impaciente. Cuando el reloj en su muñeca izquierda dio las cinco y veintinueve, se levantó, caminó hacia el borde de la arena con las olas, y alcanzó a ver un resplandor muy a lo lejos. Entonces abrió el libro y ya en la página indicada, comenzó a leer unas frases de extraña belleza.

“Erase en la oscuridad de mil noches serenas, el Rito de la Niebla, en tiempos de los volcanes de hielo, en las montañas de los grandes desiertos; erase en los tiempos remotos de los horizontes nevados del sur de los territorios de los hombres incrédulos; erase en los bosques de los ecos nocturnales; erase en los ríos y valles de los pueblos dormidos, prohibidos por su gente, resguardados bajo los secretos del oscuro cielo de los océanos, aquellos seres del color del mar y de luz de eternidad…Erase de un pacto sin tiempo, llano y franco, sombrío y perpetuo como la perpetuidad misma de las palabras sagradas nacidas bajo una única promesa, cuya valía sería la de un corazón…puro y llano, forjado en la humildad del sentimiento que es noble y altruista…Erase de dos almas entrelazadas, cuya esencia sería labrada por las mareas, y fundida por la luz un sello indestructible, indiscutible e inquebrantable. Así se ha dicho, así se ha escrito, así se ha pactado…así es que hoy os llamo…”

Don Octavio nunca quiso entender el verdadero significado de aquellas palabras, ni tampoco tuvo el coraje como para ponerse a estudiar el ritual de invocación. Sólo le importaba Carmen, y creyó que con eso bastaría.

Aguardó sin decir nada más, así pasaron un par de minutos, cuando el sol comenzó a asomarse por el horizonte del mar, y nada ocurrió. Volvió a leer el ritual, pero en la playa sólo estaban él y un resplandeciente amanecer.

Acongojado, quiso volver a la casa, y fue cuando vio a la cachorra en el jardín, estaba jugando con las flores.  Corrió hacia la entrada, la puerta estaba abierta, subió hacia el dormitorio de su esposa, y allí estaba ella, recostada en su cama, aún dormida. La luz del sol entraba por la ventana, y al tratar de correr las cortinas, una sensación de cosquilleo inundó todo su cuerpo, y entonces cayó al piso de la habitación, paralizado. Un sonido raro, suave, de voces susurrando se hizo presente, envolviendo todo el ambiente. Don Octavio, frustrado, quiso levantarse, fue en vano, y fue en ese instante, que la vio. Ella estaba al lado de Carmen. Brillaba, su mirada se cruzó con la suya sólo por un breve instante, para luego dirigirse a su esposa, puso sus manos sobre el pecho de ella y cerró los ojos. El profesor dejó de oír aquellos susurros, y se quedó quieto, estaba sobrecogido. El dormitorio se iluminó por completo, lo que lo encegueció durante unos minutos, para luego sentir la presencia de ese ser cerca, muy cerca.

—Lo siento…lo siento —dijo aterrado— no había otra forma, no quise molestar…—continuó— sólo deseo que le devuelvas la vida a mi esposa —finalizó con su voz entrecortada.

—La sangre del cuerpo podrá ser devuelta, las cicatrices podrán ser desvanecidas, las marcas podrán ser corregidas…pero una vida jamás podrá ni deberá ser renacida…el alma tiene una existencia en la perpetuidad…la forma sólo habita en la tierra de los que dudan, de los que hieren y desconfían, el corazón que es noble y puro…no es tuyo, no es tuyo…—se pronunció en cada esquina de la habitación, y entonces, la luz se fue debilitando, hasta que don Octavio pudo ver de nuevo a Carmen, dormida, en paz, en silencio, como si nada hubiera ocurrido.




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