El sol apareció, pero no trajo consuelo. Su luz era tenue, como si la atmósfera misma intentara filtrar la verdad. El cielo, una vez azul como el recuerdo de una infancia lejana, estaba cubierto por formas oscuras, flotantes, inmóviles, como párpados cerrados que no querían despertar. No eran nubes. Eran presencia.
En El Refugio, todo se sentía suspendido. El viento olía a ceniza y a futuro quemado. Desde mi choza, observaba el mar sin espuma, detenido, como conteniendo el aliento. En mi mano, la esfera seguía allí, palpitando con su luz interior, sorda para los demás, vibrante para mí. La había estudiado durante horas, mientras afuera la noche se rompía en murmullos y radios encendidas. Me hablaba sin palabras. Me mostraba fragmentos que no eran sueños ni visiones. Eran ecos. Recuerdos de otra conciencia.
La radio de Pastor estalló en vida a las 5:33 a.m., captando emisoras de todo el planeta. No era normal. Y tampoco lo era lo que transmitían.
-Se reportan estructuras luminosas en la Torre Eiffel... columnas de energía brotando en el desierto del Gobi... una red viva que purifica las aguas del Ganges... -anunciaba una voz extranjera con emoción contenida.
Los artefactos estaban por todas partes. En el Amazonas, se regeneraban árboles muertos. En Moscú, una cúpula de cristal curaba enfermedades en tiempo real. En Roma, una esfera similar a la mía había aparecido sobre el Coliseo, proyectando imágenes del planeta en lo que parecía ser... tiempo real.
No eran naves. No eran armas. Eran... mensajes.
Las imágenes en televisión mostraban multitudes danzando bajo la lluvia que ahora caía limpia. Algunos lloraban. Otros rezaban. Muchos celebraban. "¡Son dioses!" gritaban en Buenos Aires. "¡Los arquitectos del cambio!", decían en Lagos. En Nueva York, alguien había escrito sobre un muro: "YA NO SOMOS LOS MISMOS".
Aquí, en El Refugio, las emociones eran más contenidas. Los ancianos se reunieron bajo el árbol central. Elara hablaba bajo, como si temiera ser escuchada por alguien más allá del viento.
-Esto no viene de Dios -dijo Doña Rosa, apretando su rosario con los dedos húmedos.
-Pero nos está devolviendo el agua -le contestó Pastor, mirando las viejas cisternas llenas por primera vez en meses-. Y la energía... ya no hay apagones. Es como si alguien nos hubiera escuchado.
Yo no podía hablar. La esfera ardía en mi mano con un calor mudo. A través de ella, las voces en la radio se volvían más nítidas, y con ellas, algo más: la intención detrás del milagro.
"Hemos traído las herramientas para reconstruir. Úsenlas con sabiduría. El futuro que buscan está en la armonía. No permitimos el mal uso."
La voz, metálica y humana a la vez, retumbó en todos los dispositivos. Luego, los cielos se encendieron. Sobre cada ciudad, un holograma pulsante mostraba una versión ampliada de cada artefacto. Como advertencias brillantes flotando sobre nosotros.
La esfera en mi mano vibró, como si respondiera a ese mandato. Y entendí lo que otros no oyeron: la última frase no era una instrucción. Era una sentencia.
La euforia no duró. Al caer la tarde, las noticias cambiaron de tono.
-Estados Unidos ha declarado el "Pilar de Manhattan" como propiedad soberana. -China bloquea el acceso al artefacto de energía en Sichuan. -Milicias en África han tomado control de purificadores de agua y los usan como armas de control poblacional...
La armonía, esa palabra tan usada y olvidada, comenzaba a pudrirse bajo el peso de la codicia. Los artefactos, esos regalos de tecnología imposible, eran ahora símbolos de poder. Las guerras por el control habían comenzado, y ni una sola bala había sido disparada. Aún.
Yo sentía todo. A través de la esfera, las emociones del mundo me atravesaban como un río subterráneo: miedo, ambición, desesperación. Cada vibración me mostraba fragmentos: tanques avanzando, laboratorios ocultos, cuerpos siendo arrastrados... voces en lenguas que no entendía pero que mi alma reconocía como gritos.
-Haruto, ¿estás bien? -Pastor entró sin anunciarse. Su rostro estaba desencajado, su radio en la mano.
No pude responder. La esfera lanzó un pulso seco. No era un zumbido. Era un golpe. Y entonces, lo vi.
Un desierto -ya no lo era- convertido en un campo de ceniza. Un pilar de luz, quebrándose como cristal. No era un ataque. Era... autodestrucción. Del artefacto. De sí mismo. Y con él, la tierra se abrió como si el planeta sangrara.
La esfera se me cayó de las manos. Me quemó la palma. Pastor solo vio eso: un objeto brillante en el suelo y un chico temblando.
La radio quedó en silencio.
Luego, un nuevo sonido.
Un zumbido grave, casi un lamento. Como si la Tierra hubiese comenzado a llorar. O a advertir.
Y entonces lo supe. No era un regalo. Era una prueba. O una trampa.
Y que lo que creíamos haber recibido del cielo... era simplemente el reflejo de lo que somos por dentro.