Cuando todo parece ruina, incluso la esperanza debe aprender a infiltrarse.
Crucé el último borde de lo que alguna vez llamamos tierra segura. Atrás, El Refugio se encogía bajo un cielo pálido. No hubo despedidas. Solo el rumor del viento y la vibración leve en mi pecho: la esfera seguía despierta.
El camino fue como entrar en un libro arrugado y abandonado. Aldeas cubiertas por raíces. Torres que lloraban óxido. Muros donde aún se leía: "No toques el cielo". En los bordes del camino, encontré a los hincados, hombres y mujeres que adoraban artefactos apagados como si fueran sagrarios. Murmuraban códigos como salmos, rogando a dioses que tal vez nunca existieron.
Uno me preguntó: —¿Sabes leerla?
Se refería a la esfera. No respondí. Porque no la leía. La sentía.
Más adelante, los disparos rompieron el aire. Una estación abandonada, un grupo de saqueadores rodeando a una mujer y a un niño. Ella tenía un generador de agua; ellos, hambre y cuchillos. La esfera ardió en mi pecho. Me interpuse.
—Déjenlos —dije.
—¿Y tú quién eres?
—Alguien que ha visto lo que pasa cuando elegimos mal.
La esfera pulsó. Una onda invisible. El mayor sangró por la nariz, otro cayó de rodillas. No violencia, sino advertencia. Huyeron. La mujer me miró:
—¿Qué es eso?
—No lo sé. Pero creo que me está llevando a su origen.
Ella se presentó como Maika, y el niño, su hijo, se llamaba Jun. No tenían adónde ir. No había Refugio que los esperara. Los Custodios habían arrasado su pueblo buscando artefactos, y ahora eran solo dos sombras desplazadas por el miedo. Les ofrecí acompañarme. No tenía respuestas, pero sí una dirección: el Norte. Y ellos aceptaron.
El camino se volvió más difícil. El terreno, más agreste. Jun caminaba en silencio, con la mirada de quien ha visto demasiado. Maika cargaba lo poco que les quedaba, pero no se quejaba. A veces, me sorprendía mirándome cuando la esfera brillaba. Había algo en su mirada, una mezcla de fe y temor.
Cruzamos ciudades hundidas, carreteras partidas como grietas abiertas en la piel del mundo. Una noche dormimos bajo una torre caída; otra, en la bodega de un bus oxidado que nunca partiría. Maika compartía historias breves, fragmentos de lo que fueron. Jun dormía abrazado al generador.
La esfera vibraba cada vez más fuerte. Nos guiaba hacia un punto que ni siquiera aparecía en los mapas.
Finalmente, llegamos al litoral. Donde el mar había reclamado ciudades enteras. Caminamos entre lo que fue una avenida y ahora era un arrecife. Allí, entre corales y vidrio molido, emergía una pirámide truncada, de piedra negra. La esfera temblaba como un corazón a punto de romperse.
Maika se detuvo en seco. —¿Es aquí?
Asentí.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jun, con voz temblorosa.
—Ahora... entramos.
Me sumergí primero. El agua era cálida. Al tocar la estructura, una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo. Pero no dolía. Era una conexión. Fui absorbido. No físicamente, sino conscientemente.
Dentro de la proyección, vi a alguien. Era yo. Pero más viejo. Más cansado. Más lúcido.
"Si estás viendo esto, aún hay tiempo."
Me habló sin palabras. Con memoria. Me mostró la Fractura: un ciclo de errores, de advertencias ignoradas. De regalos mal comprendidos. De reinicios que nunca terminaban de comenzar.
"No somos el inicio, Haruto. Somos el eco. Pero tú aún puedes decidir si este eco es redención o repetición."
Una imagen invadió mi mente: el "Resonador Desconocido", en manos de los Custodios, esperando activación. Esta pirámide no era su opuesto. Era su espejo. Parte de una clave.
"Recuerda lo que ya sabes."
La visión se desvaneció. Volví a la superficie. Jadeando. Maika me sostuvo cuando salí del agua. Jun miraba la pirámide con ojos de asombro.
—¿Qué viste? —preguntó ella.
—El principio del fin... o el principio de todo.
Y entonces, el zumbido. Tres lanchas negras. Custodios del Amanecer. Armamento pesado. Nos habían seguido.
No había tiempo. La estructura se activó sola. Un hueco se abrió. Coloqué la esfera. Encajó.
La pirámide latió.
Una luz oscura —no que iluminaba, sino que absorbía— se alzó desde el mar Caribe hasta el cielo. Los sistemas de los Custodios colapsaron. Gritaban. Disparaban al agua. Inútil.
Yo no sentí miedo. Solo una certeza nueva.
Miré a Maika y Jun. —Corred —les dije.
—No sin ti —respondió Maika.
Pero era tarde. Fui arrastrado por la luz. No hacia arriba ni abajo. Sino hacia adentro. La materia se volvió recuerdo. El cuerpo, vibración. Pensé en Elara, en el silencio de El Refugio, en todo lo que ya no me pertenecía. No desaparecí. Me transformé en eco.
Haruto desapareció del radar. Pero la esfera... la esfera seguía latiendo.
Y en algún lugar, más allá de los ciclos, aún respiraba.