A veces, sobrevivir es aprender a respirar entre las grietas de lo que ya no se sostiene.
El camino era polvo y metal oxidado. Ruinas extendidas como cicatrices mal cerradas. Cascos de casas sin techos. Antenas caídas como árboles sin propósito. En un muro, alguien había escrito con sangre: "No existen los elegidos. Solo los que no fueron alcanzados."
Jun caminaba en silencio unos pasos detrás. Maika observaba sin preguntar. La esfera, aunque inerte, pesaba como si llevara siglos hablándome.
Pasábamos por una aldea minera abandonada, los signos de saqueo aún recientes. El silencio no era quietud. Era espera.
-¿Haruto? -dijo Maika, señalando algo a lo lejos.
Primero no lo entendí. Luego lo vi: una pequeña nube de polvo vibraba sobre una loma. No era natural.
-Nos están siguiendo -dije, pero no con miedo. Lo sabía.
Pastor emergió del polvo. Su ropa estaba rota. Su bastón, remendado. Llevaba el rostro curtido, la fe oxidada pero aún brillando.
-Sabía que el mundo estaba al revés cuando alguien como tú decidía correr. Menos mal que camino rápido.
Lo abracé. Maika bajó la mirada. Jun lo observó con una media sonrisa.
-¿Qué haces aquí?
-Seguí los ecos -dijo, señalando la esfera-. Y a ti. El Refugio ya no es refugio. Elara se quedó para cuidar lo que queda de nosotros... y yo para cuidar que no pierdas el rumbo.
Suspiré. El polvo subía, pero no molestaba. Era parte del paisaje.
Esa noche, en las ruinas de una estación de energía, el aire olía a polvo caliente y cables quemados. Encendimos una fogata breve, pequeña, no por necesidad, sino por nostalgia.
-¿Has visto cómo están usando las esferas? -dijo Pastor-. Como si fueran armas. Como si fueran dioses.
Asentí.
-Una detonación vibracional borró un pueblo entero hace tres días. Gente dormía.
Pastor entrecerró los ojos.
-No son bombas. Son reflejos. La forma en que las usamos dice más de nosotros que de ellas.
Maika no hablaba. Desde que reveló su nombre, parecía cargar con más de lo que podía. Su mirada no era de sospecha. Era de deuda.
Jun dibujaba en la arena. Círculos. Espirales. Figuras imposibles.
Me acerqué.
-¿Qué haces?
-Escucho.
No pregunté más.
Cruzamos un valle que alguna vez había sido fértil. Ahora los cultivos eran polvo, y el viento, un lamento seco.
Pasamos frente a una caravana varada. Hombres con cascos desgastados intentaban arrancar un farol que ya no respondía. Una mujer nos apuntó con un arma vieja. Pastor levantó las manos.
-Solo cruzamos. No queremos lo que no sirve.
La mujer bajó el arma. Nos dejó pasar. Los niños nos miraban como si fuésemos fantasmas. Quizá lo éramos.
La esfera vibró al llegar a los bordes de un cráter.
Allí había estado un asentamiento. Ahora solo había piedras negras, árboles fundidos y restos metálicos que cantaban con el viento. Una de las esferas había sido activada allí, mal activada.
-¿Cuántos murieron? -preguntó Maika.
-Más de doscientos -dije-. La onda de expansión disolvió hasta las sombras.
Nos sentamos al borde.
-¿Y tú aún crees en esto? -preguntó.
-No. Pero no tengo opción de no hacerlo.
Silencio. Luego, ella se acercó.
-Nunca te agradecí -dijo.
-No era necesario.
-Sí lo era. Porque aún estoy aquí. Y... porque a veces... tener algo que seguir, aunque no entiendas, es mejor que seguir sola.
Sus dedos tocaron mi mano. No como deseo. Como certeza. Luego, se apartó.
-Buenas noches -susurró.
Antes del amanecer, Jun se paró frente a la esfera. Pastor y Maika dormían. Yo fingía dormir.
El niño puso una mano sobre el objeto. Murmuró algo. Algo que no aprendió de nosotros. Algo que activó un pulso leve, casi imperceptible.
Y por un segundo, vi.
Una figura infantil caminando hacia nosotros desde el horizonte. Era ella. Maika, la reconocí no por el rostro... sino por la forma en que sostenía el dolor, aunque no era la Maika de ahora, era más joven. Con la misma cicatriz. Con la misma esfera en el pecho.
Y en sus ojos no traía preguntas. Traía advertencia.
Me quedé despierto.
Porque el mundo aún no estaba listo para los que sobreviven sabiendo lo que podrían destruir.
Y porque la esfera... había vuelto a latir.