Eco del amanecer: El refugio de Haruto.

CAPÍTULO 6 - VISITANTES: ARCHIVO UNO.

Algunas verdades no se construyen. Se descubren latiendo detrás de los muros que creíamos ruinas.

El sol apenas asomaba cuando llegamos a Chan Chan. El viento marino traía consigo la memoria de sal y siglos. La ciudad de adobe, erosionada pero obstinada, se extendía ante nosotros como un espejismo persistente. No era parte de nuestra ruta inicial, pero la esfera en mi pecho había desviado su pulso hacia aquí, como un susurro que se tornaba exigencia.

Jun fue el primero en adelantarse. Caminaba con seguridad, sin mirar atrás. Maika observaba cada estructura con una mezcla de asombro y temor, reconociendo en los muros detalles imposibles, correcciones geométricas demasiado precisas. Pastor no decía nada. Sus ojos, sin embargo, recorrían el lugar como quien escucha una oración antigua.

Cruzamos una plaza menor hasta una estructura baja, de planta rectangular. Un templo menor, sin techo. Las paredes estaban cubiertas de glifos semiborrados. Jun se detuvo en el centro y apuntó al suelo.

—Aquí.

Maika se arrodilló junto a él. Había una losa con un grabado apenas visible: un círculo incompleto rodeado de líneas dispuestas como espinas. Reconocí ese patrón. Lo había soñado.

La esfera se calentó. No como una alarma, sino como una bienvenida. La coloqué sobre la losa. El pulso fue inmediato: un latido profundo, no de sonido sino de vibración. La piedra se partí en cuatro con un crujido sordo, revelando una rampa descendente, tallada en un material que no era piedra ni metal. Una mezcla de adobe endurecido con filamentos minerales. Un conducto sellado al tiempo.

Descendimos en espiral. La humedad aumentaba, pero no era desagradable. Las paredes estaban cubiertas de patrones que brillaban suavemente al contacto con nuestra presencia. La esfera no guiaba esta vez. Reconocía. Respondía.

La cámara al final del descenso era circular, alta, sin ventanas ni entradas adicionales. Las paredes tenían la textura de la piedra milenaria, pero sin fisuras. En el centro, un monolito troncocónico, cubierto de pequeñas ranuras, como un sistema de lectura ancestral. La esfera se elevó sola de mi pecho, flotando hacia él. Tocó la cima del monolito y proyectó una superficie curva, de luz y sombra, suspendida en el aire.

Un archivo.

Lo que vimos nos robó el aliento.

Una isla volcánica, en pleno océano Egeo. Murallas de piedra, calles angostas, frescos vivos de color. Hombres y mujeres minoicos comerciando, bailando, rezando. El volcán, Thera, dormía en el fondo. Y luego, en el cielo: figuras. No naves. No estructuras. Figuras. Altas, esbeltas, envueltas en un halo traslúcido. Flotaban en silencio. En sus manos, esferas. Como la mía. Observaban. No intervenían.

La erupción comenzó. Un rugido, fuego, ceniza. El mar se alzó como una muralla. Todo fue arrasado. Las figuras nunca se movieron. Recopilaron. Almacenar. Presenciar.

Jun, de pie junto al monolito, empezó a murmurar. Palabras en un idioma que ninguno conocía. No parecía consciente. Repetía una melodía imposible. Maika lo miró horrorizada.

—Es lineal A —dijo—. Pero no del todo. Es como... una versión anterior. Un proto-idioma.

Pastor tragó saliva. Tenía los puños cerrados.

—Nos han estado observando desde antes que supiéramos siquiera hablar. Antes de que inventáramos los nombres para el miedo.

Otro fragmento se proyectó. Egipto. India. México. Siempre antes de un colapso. Siempre con las figuras flotantes. Testigos.

Sentí que el aire se me escapaba. Caí de rodillas. No de dolor. De sobrecarga. La esfera zumbaba, modulando una frecuencia que no era auditiva, sino mental. Vi el rostro de mi madre, distorsionado en un vitral. Vi constelaciones que nunca aprendí. Vi la misma palabra, una y otra vez, escrita en llamas sobre la piel del mundo: Registro.

Jun se acercó a una de las paredes y colocó la mano. Se encendió un símbolo: el mismo que él había dibujado en la arena días antes. La estructura respondió. Un sonido bajo, como un lamento contenido, recorrió la cámara. Maika se cubrió los oídos. Pastor simplemente se arrodilló.

Una voz sin boca llenó el espacio. No era una voz. Era una intención que se volvía palabra:

Archivo Uno restaurado. Acceso parcial concedido. Tiempo... malformado.

El archivo se disolvió como vapor. El monolito quedó apagado. La esfera cayó suavemente al suelo, exhausta.

El silencio duró largos segundos.

Maika fue la primera en hablar.

—Si esto es solo el primer archivo... ¿cuántos más hay?

Pastor la miró.

—No preguntes eso, hija. La fe también tiene límites.

Jun, de pie, dijo sin mirar a nadie:

—El siguiente está dormido. Aún.

Salimos de la cámara sin decir palabra. Afuera, el sol había ascendido del todo. Chan Chan seguía allí, muda y viva, como si supiera lo que habíamos descubierto.

Mientras avanzábamos hacia el horizonte, la esfera en mi pecho volvió a emitir un pulso. Más tenue. Como un eco lejano que aún no sabía si regresar o quedarse.

Y por primera vez, comprendí: no éramos los protagonistas. Nunca lo fuimos. Éramos el archivo.




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