Eco del amanecer: El refugio de Haruto.

Capítulo 7 - LA PRIMERA MENTIRA.

Algunas verdades no se ocultan con silencio. Se diluyen en el tiempo, hasta que se confunden con el origen.

El sol en Nazca no arde. Castiga.

El viento, por momentos, silba como si algo debajo de la tierra intentara hablar, pero nadie tuviera oídos para escucharlo.

Estábamos sobre una loma baja, justo en el borde donde el desierto se empieza a torcer. La esfera en mi pecho había cambiado de ritmo. No marcaba dirección ni amenaza. Era como si latiera junto a otra cosa invisible.

—Estamos cerca —dije.

Pastor caminaba unos pasos detrás. Sus botas alzaban polvo que se negaba a asentarse. Jun iba adelante, sin mirar atrás, como si supiera exactamente a dónde ir. Maika permanecía en silencio. Últimamente hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras dolían con precisión quirúrgica.

Fue Jun quien se detuvo primero. Había un círculo de piedra derrumbado, oculto a medias por arena. Lo que parecía una simple formación erosionada empezó a revelar su simetría. Una geometría demasiado perfecta para ser azarosa.

—Aquí abajo —murmuró él.

Nos agachamos. En la base de una de las rocas planas, casi mimetizados con el color del polvo, había glifos. No eran dibujos cualquiera. Eran los mismos patrones que habíamos visto en la nave enterrada en Chan Chan.

—Dios... —susurró Pastor.

Maika se agachó y empezó a limpiar con la manga de su chaqueta.

—Estos... —dijo—. Este patrón... lo vi en la proyección del volcán. Y este otro… está en un grabado sánscrito de Kerala.

Se giró hacia mí. Había ira en sus ojos. No por el descubrimiento. Por lo que significaba.

—No llegaron ahora, Haruto. Ya estaban. Estuvieron aquí antes de todo.

Asentí, porque negarlo era seguir mintiendo. Y ya no quería mentir.

Esa tarde, exploramos otras piedras. En todas había glifos similares, algunos más claros, otros casi borrados por el tiempo. Algunos idénticos a los de la esfera. Pero lo más inquietante fue cuando Jun, sin que nadie le dijera nada, comenzó a dibujar sobre la tierra.

Primero con un palo. Luego con los dedos. Formas circulares, líneas curvas, una espiral que encerraba un punto como un ojo.

Maika lo miró, inquieta.

—¿Dónde viste eso?

Jun no respondió. Solo dibujaba. Una, dos, tres veces. Siempre igual. No parecía estar copiando. Estaba recordando.

Pastor lo observó con una seriedad inusual, como si viera un rito antiguo, no a un niño.

—Ese símbolo... —murmuró—. Lo soñé.

—¿Cuándo?

—Hace años. Antes de que tú tuvieras la esfera. Antes de que todo se fuera al carajo. Lo soñé ardiendo en el cielo.

Lo miré. No había mentira en su rostro.

—¿Y crees que es coincidencia?

—No. Creo que no hay tales cosas.

Esa noche acampamos cerca de unas rocas altas. El viento bajó la temperatura a cuchilladas. Pastor dormía sentado, abrazado a su mochila. Jun, envuelto en una manta, respiraba tranquilo. Maika y yo estábamos de pie, alejados apenas del fuego.

—¿Lo sabías desde el principio? —preguntó sin rodeos.

—¿El qué?

—Que no eran regalos. Que las esferas no fueron una bendición, sino una... trampa.

—No lo sabía. Pero lo sospeché cuando vi morir a doscientos inocentes sin que la esfera reaccionara.

Ella tragó saliva. Se cruzó de brazos. Luego, bajó la mirada.

—Y sin embargo la sigues cargando como si fuera parte de ti.

—Tal vez lo es. Tal vez ya no tengo opción.

Guardó silencio unos segundos. Luego, con una mezcla de rabia y ternura, dijo:

—Siempre tienes opción, Haruto. Pero eliges no soltarla.

Entonces se acercó, no mucho. Lo suficiente.

—¿Qué hacemos con la verdad cuando duele más que la mentira?

No supe responder. En lugar de palabras, la besé.

Fue un beso torpe. Cargado de preguntas sin respuesta. Salado, como sudor o lágrimas. Un cruce de dos personas rotas que no buscaban consuelo, solo contacto.

Duró apenas unos segundos. Bastó para que todo cambiara, sin cambiar nada.

Cuando nos separamos, ella no sonrió. Pero tampoco se alejó. Se quedó justo ahí. Respirándome cerca.

—Esto no significa nada —dijo.

—Lo sé.

—Pero lo sentiste.

—También lo sé.

Al volver al fuego, Jun seguía dibujando. La esfera vibró dentro de mi pecho. Fuerte. Constante.

—Está respondiendo a él —dije.

Pastor abrió los ojos. Asintió, como si lo esperara.

—La pregunta es: ¿por qué?

Jun dejó de dibujar. Se nos quedó viendo, como si supiera que hablábamos de él. Luego señaló el cielo.

—Ellos ya estaban aquí antes —dijo, bajito.

Maika lo miró con los ojos abiertos.

—¿Quién te dijo eso?

—Nadie. Lo vi.

Me arrodillé a su lado. El dibujo ahora estaba completo. Era una figura parecida a un circuito, pero en su centro, claramente, estaba el mismo símbolo que había brillado en la nave.

—¿Qué significa?

Jun inclinó la cabeza.

—Origen.

Haruto se arrodilló. Con dedos temblorosos, trazó el contorno del símbolo sobre la tierra, como si intentara recordarlo con el tacto. La esfera, sin que él la ordenara, se deslizó desde su pecho y se posó justo en el centro del dibujo. Encajó con una precisión que no debía ser posible. No hubo luz. No hubo zumbido. Solo un instante de silencio absoluto.

Y entonces, un temblor me recorrió el cuerpo. No sabía si lo admiraba… o si temía en qué se estaba convirtiendo.

Pastor se persignó.

—Este niño… este niño es más que un niño.

No dije nada. No sabía si estaba poseído, modificado, o simplemente recordando lo que alguien más le había puesto en la sangre. Lo cierto es que Jun sabía cosas. Demasiadas.

La noche se volvió espesa.

Y fue justo cuando me acosté junto al fuego que la vi.

Una silueta avanzando entre las piedras. Firme. Tranquila. Como si no necesitara esconderse.

Me puse de pie de inmediato. Maika también.

—¿Quién es? —preguntó ella.

Se detuvo a tres pasos de nosotros.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.