Mario llegó a Berlín con el vago sueño de una vida estable, algo que su Argentina natal, sumida en una crisis perpetua, ya no podía ofrecerle. Después de un mes de búsqueda, encontró un pequeño piso en el barrio de Kreuzberg. La firma del contrato fue el primer golpe de realidad: el alquiler y la fianza se llevaron casi todos sus ahorros, dejándolo sin red de seguridad.
Pero el dinero no era su mayor temor. Su permiso de residencia, el frágil documento que le permitía vivir y trabajar legalmente en Alemania, dependía de una cosa: tener una dirección fija registrada, el famoso empadronamiento. Perder este piso no significaba buscar otro; significaba la deportación. La dirección que ahora compartía con una completa desconocida era, literalmente, la única ancla que le impedía perderlo todo.
La conoció esa misma tarde. Ella abrió la puerta, una chica joven de pelo rubio y ojos de un azul tan claro que parecían de hielo. Su mirada lo recorrió con una evidente desconfianza.
Haciendo uso de su alemán intermedio, el que había estudiado meses antes de viajar, Mario intentó ser amable.
—Guten Tag. Ich bin Mario. Der neue Mitbewohner. (Buenas tardes. Soy Mario. El nuevo compañero).
Ella lo ignoró, respondiendo en un inglés cortante.
—Hannah.
Su mirada se detuvo en él un instante.
—Argentino, ¿no? Se nota.
Dio media vuelta y se encerró en su habitación, dejando a Mario solo en el pasillo con una sensación de hostilidad que podía palpar. No era solo una persona reservada; era alguien a quien su presencia, por alguna razón, le molestaba.
Los días siguientes confirmaron esa impresión. Mario intentaba saludarla con un "buenos días" o un "hola" al cruzarse, pero ella respondía con silencio o con un gruñido casi inaudible. Se movía por el apartamento con la eficiencia silenciosa de una sombra, saliendo por la noche y volviendo al amanecer.
La confirmación del peligro llegó una semana después.
Era pasada la medianoche. Un ruido sordo, como si algo pesado hubiera caído, despertó a Mario. Se asomó con cuidado por la puerta de su cuarto. La luz de una lámpara iluminaba la sala, y allí estaba Hannah. No se movía con su sigilo habitual; parecía agotada, apoyada contra la pared para recuperar el aliento. Un nuevo corte le adornaba la mejilla.
Con movimientos que denotaban un cansancio extremo, sacó algo de su mochila. Era un cuchillo. No uno de cocina, sino uno de combate, con una hoja oscura y un diseño hecho para herir. Se sentó en el sofá y, con una concentración absoluta, comenzó a limpiarlo meticulosamente con un paño. Su profesionalidad en la tarea contrastaba con el temblor de agotamiento de sus manos.
Mario retrocedió, sintiendo que el suelo desaparecía bajo sus pies. El miedo era una oleada fría que lo paralizó. No era solo el arma. Era la suma de todo: la hostilidad personal que ella le había mostrado, su vida secreta y violenta, y ahora, la prueba de que el peligro era real.
Se encerró en su cuarto, girando el pestillo sin hacer ruido. Se tumbó en la cama, pero el sueño era imposible. Su ancla en Alemania, el piso que no podía permitirse perder, lo había encadenado a una mujer que no solo era peligrosa, sino que además, por la razón que fuera, lo despreciaba. La pregunta que le martilleaba la cabeza ya no era cómo iba a construir una nueva vida, sino cómo iba a sobrevivir a su compañera de piso.