Ecos de la Creación

Tácticas de Café y Verdades Ocultas

El miedo te aconseja huir, pero la necesidad te obliga a quedarte. Esa fue la lección que Mario aprendió durante los días que siguieron a la noche del cuchillo. Cada vez que se cruzaba con Hannah, el recuerdo de la hoja oscura le provocaba un escalofrío. Pero su precaria situación legal y financiera era un muro infranqueable. Estaba atrapado.
Llegó a la conclusión de que, si no podía escapar, al menos debía intentar apaciguar a la bestia. Su plan era simple, casi infantil: intentaría ser amable.
A la mañana siguiente, antes de irse a su modesto trabajo en un restaurante, preparó dos tazas de café. El aroma rico y amargo del café recién hecho comenzó a llenar el silencio tenso del apartamento, un contraste cálido en un ambiente que se sentía perpetuamente frío. Dejó una de las tazas en la mesa de la cocina, en el sitio donde ella solía sentarse. No dejó nota, solo la taza humeante. Fue un gesto de paz anónimo.
Cuando volvió por la tarde, la taza seguía allí, intacta. El líquido, ahora oscuro y estancado, formaba un charco inmóvil y amargo en el fondo, con una fina capa de polvo asentada en la superficie. Un monumento silencioso a su rechazo.
Repitió el gesto al día siguiente. Y al siguiente. Cada mañana, una taza de café caliente esperaba a Hannah. Y cada tarde, Mario la encontraba exactamente en el mismo lugar, ignorada. Notaba la mirada de Hannah sobre él, más desconfiada que nunca. Ella no veía el café como un gesto de amabilidad, sino como una estrategia, una de las muchas que había visto usar a los hombres para intentar conseguir algo. Su silencio era un muro de desprecio y furia contenida; una declaración de que no iba a caer en trampas tan baratas.
Mario estaba a punto de rendirse. Pero una mañana, algo cambió.
Como cada día, dejó la taza de café en la mesa. Estaba a punto de salir por la puerta cuando escuchó un leve sonido en la cocina. Se detuvo y miró con disimulo. Hannah, de pie junto a la mesa, observaba la taza. Durante un largo segundo, no hizo nada. Luego, con una lentitud exasperante, alargó la mano, la cogió y se la llevó a los labios, sin apartar su gélida mirada de Mario.
Le dio un sorbo, un gesto mínimo, casi un desafío. En su cara no había gratitud, solo una especie de concesión a regañadientes, como si dijera: "Está bien. Acepto esto, pero no creas que significa nada".
Aun así, para Mario, fue como ver el sol a través de un cielo nublado. Una pequeña victoria, una diminuta señal de que la convivencia, quizás, no tenía por qué ser una guerra.
Pero esa pequeña esperanza no borraba las preguntas. La tregua del café no explicaba el cuchillo de combate, ni su vida nocturna, ni la hostilidad en su mirada. De hecho, la hacía aún más indescifrable. ¿Quién era realmente Hannah?
Esa tarde, la necesidad de saber pudo más que el miedo. Mientras ella estaba fuera, Mario cruzó el umbral de su habitación. Rebuscó rápido, con el corazón en la garganta, hasta que encontró el compartimento secreto de su mochila. Dentro estaba el cuchillo que ya conocía, junto a un juego de herramientas para abrir cerraduras, un aparato para bloquear señales y un pasaporte falso.
La verdad lo golpeó de nuevo. La mujer que había aceptado su café por la mañana era, sin duda, una profesional del engaño y la violencia.
Con manos temblorosas, lo guardó todo en su sitio y se retiró a su cuarto, sintiéndose más atrapado que nunca. Justo entonces, escuchó la llave en la cerradura de la puerta principal. Hannah había vuelto.
El pánico lo invadió, pero se obligó a actuar con normalidad. Salió al pasillo justo cuando ella entraba.
—Hola —dijo Mario, con la voz ahogada.
Hannah lo miró. Si antes su mirada era fría, ahora parecía atravesarlo. Se detuvo un instante más de lo normal, con sus ojos fijos en los de él, y una imperceptible inclinación de su cabeza le indicó a Mario que ella, la experta en detectar mentiras, acababa de notar que algo en el hombre que le había preparado café esa mañana estaba fundamentalmente roto.




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