Hannah se ahogaba en el silencio de su cuarto. Las lágrimas caían sin control, calientes y amargas sobre sus manos frías. Apretó los dientes, un sollozo ahogado escapando de su garganta mientras susurraba a la habitación vacía.
—¿Por qué tú?... ¿Por qué tenías que morir? Me lo prometiste... Me prometiste que siempre estarías a mi lado, que jamás me abandonarías...
El nombre, "Lars", fue la llave que abrió las compuertas de su memoria. La fría pantalla de la tablet se desvaneció, y con ella, los muros del apartamento. El gris de Berlín fue reemplazado por el calor de un sol de verano, uno de una década atrás...
El primer recuerdo de Hannah no era un lugar ni una cara. Era una mano. Una mano pequeña y cálida que la sujetaba con fuerza para que no se cayera del borde de una fuente en el patio del orfanato. La mano de Lars. Su vida entera parecía contenida en momentos así, fragmentos de luz compartidos con él, desde que tenía memoria. El ático polvoriento donde se escondían para ver las estrellas a través de una claraboya sucia, un universo privado solo para ellos. La sombra de un viejo roble en el jardín, el único lugar que se sentía verdaderamente un hogar. Los lugares más bonitos de su vida no eran lugares; eran los espacios que existían junto a él.
El recuerdo se solidificó bajo ese mismo roble. Ahora tenían trece años. La hierba le hacía cosquillas en los tobillos y el zumbido de las abejas era una melodía perezosa en el aire caliente.
—Lars... —susurró ella, rompiendo el cómodo silencio—. Escuché algo.
Él se giró, su atención completamente en ella.
—Oí a nuestra cuidadora hablando con un hombre... Dijo que pronto unos adultos vendrían a sacarnos de aquí. Que nos darían todo, una casa, estudios... pero a lugares distintos. Y tengo miedo.
El miedo era específico y afilado: el miedo a quedarse sola, a que se llevaran la única constante en su vida.
Lars no respondió al instante. Ella lo miró. La luz del sol de la tarde era tan intensa que envolvía su cabeza en un halo dorado, haciendo imposible distinguir sus rasgos con claridad, iluminando tan radiantemente su hermoso rostro que parecía un ángel en la memoria de Hannah.
—No lo harán —dijo él finalmente, su voz llena de una certeza que solo un niño de trece años puede tener—. Y si lo intentan, te encontraré.
—¿Pero y si no puedes? —insistió ella, su fragilidad expuesta.
—Hannah, mírame —dijo, y ella sintió el calor de su mano sobre la suya—. No importa a dónde te lleven o a dónde me lleven a mí. Y aunque nos separen, te juro que siempre trataré de volvernos a juntar. Lo juro por nuestra amistad. Siempre te voy a cuidar. Seré tu hermano, siempre. Nunca te dejaré sola.
Esa promesa no era solo de palabras. Se forjaba en los pequeños actos, en los raspones y en las lágrimas.
El recuerdo cambió de nuevo, saltando a otro día, a otro dolor. Un columpio cuyas cadenas de metal olían a óxido, un mal salto y una caída. El mundo se convirtió en una mancha borrosa por un segundo, y luego el dolor agudo y punzante en su rodilla la trajo de vuelta a la realidad. Hannah lloraba más por el susto que por la herida. Vio a Lars correr hacia ella, con el pánico dibujado en su rostro por un instante. Pero solo un instante.
Después, una calma frágil y decidida se apoderó de él. Corrió hacia la fuente, empapó un pañuelo y volvió junto a ella, arrodillándose en la grava.
Con una delicadeza que contradecía la torpeza de sus manos de niño, limpió la herida. La frescura del agua sobre el raspón fue un alivio inmediato. Su tacto era suave, sus palabras un murmullo tranquilizador mientras soplaba suavemente sobre la piel irritada.
—Ya está, ¿ves? No es nada. Estás bien. Yo te cuido.
Ella lo miró, con los ojos todavía empañados por las lágrimas, viendo su rostro concentrado y preocupado. Y supo, con la certeza absoluta de una niña que ha encontrado su único refugio en el mundo, que mientras él estuviera allí, nada malo podría pasarle jamás.