Ecos de una Constelación Rota

Prólogo

1943

Elicia.

El frío se colaba por las rendijas de la casa como un susurro mortal, mezclándose con el olor a madera húmeda, polvo y miedo. Cada pared parecía encogerse un poco más a cada crujido, como si la casa entera supiera que el final estaba cerca. Afuera, los pasos de botas resonaban sobre la tierra con una precisión mecánica e inapelable. No había margen para el error: los habían encontrado.

Elicia mantenía la mano temblorosa de Miriam entre las suyas, con la presión suficiente como para dejar huella. Tenía las uñas clavadas en su propia palma, pero no soltaba. A su lado, su madre se mantenía en la entrada, rígida como una figura de sal, respirando apenas, convertida en una sombra que se sabía a punto de disolverse. El silencio era espeso, pero el temblor del suelo dejaba claro que lo inevitable ya venía.

—Por aquí —susurró Elicia, su voz apenas un hilo cargado de urgencia.

Con torpeza, levantó la manta roída que cubría una ventana trasera rota. El marco estaba podrido, el cristal quebrado. Podían escabullirse por allí. Miriam sollozaba sin hacer ruido, sus ojos abiertos como si intentaran memorizar cada detalle de ese último instante en familia. La madre dudó, por solo un segundo. Luego negó con la cabeza, como si un pensamiento hubiera cruzado fugazmente su mente y lo hubiera desechado al instante.

—Tienen que irse. Ahora.

—No —murmuró ella, aferrándose al brazo de su hija—. No puedo dejarte...

Una mirada bastó. Todo ya estaba dicho.

Sabían que habían sido traicionadas. Tal vez algún vecino, quizás uno de los que les había llevado pan o información semanas antes, había hecho la denuncia. Sabían que albergaban judíos, que en esa casa se escondía algo que no debía sobrevivir. Sabían que no todos saldrían de allí.

Elicia abrazó a su madre y a su hermana como si pudiera traspasarles algo más que calor. Quiso que recordaran su olor, la textura de su cabello, el ritmo tembloroso de su respiración. Besó la frente de Miriam y la empujó con firmeza disfrazada de ternura.

—Tienes que vivir —susurró.

El primer golpe en la puerta sacudió los muros como un latigazo. No hubo tiempo para más.

No volvió a verlas.

Horas más tarde, fue arrastrada junto a otras mujeres a un vagón de tren. El aire allí estaba impregnado de sudor, orina, llanto y silencio resignado. No había espacio para agacharse. Ni para llorar. Ni para rezar. Alguien desmayado bajo sus pies seguía respirando. Ella no supo si sentir alivio o envidia.

Días después, llegó al campo. No preguntó cuál. No necesitaba saberlo. El olor bastaba. El sonido del metal contra los candados. Las filas interminables. Las miradas muertas de quienes no habían terminado de morir.

Meses más tarde, la empujaron a una cámara de gas.

Cuando las puertas se cerraron, el aire se volvió espeso, denso como barro. La piel le ardía por dentro. Podía sentir cómo su cuerpo se rebelaba, como si la vida intentara huir a través de su garganta. Pero no pensó en su muerte. No pensó en Dios. Ni en justicia. Pensó en Miriam corriendo entre los árboles, en su madre respirando aire limpio, en el cielo que ya no volvería a ver.

Y justo antes de que la oscuridad la alcanzara por completo… vio una estrella.

No en el techo. En su interior.

Un latido.

Una luz.

Cuando abrió los ojos, ya no estaba en la Tierra.

No había suelo bajo sus pies ni cielo sobre su cabeza. Flotaba suspendida en un océano infinito de luces. Las estrellas no eran astros lejanos. Latían como corazones. Algunas apenas parpadeaban, como pensamientos a punto de desvanecerse. Otras brillaban con la intensidad de un grito silencioso.

Una figura surgió entre las constelaciones. No tenía rostro, pero su presencia era más clara que cualquier forma. Su voz no venía de una garganta. Era como si hablara directamente en el idioma del alma.

—Tu sacrificio dejó una huella. ¿Quieres seguir sirviendo?

Elicia no respondió con palabras. Su alma se adelantó.

Y el Firmamento la escuchó.

Una estrella negra apareció sobre su pecho. Sintió su cuerpo transformarse. De carne a luz. De luz a propósito.

Se convirtió en una Espada del Firmamento.

Le explicaron lo esencial: Astralis era el plano de tránsito, donde las almas eran guiadas, purificadas, protegidas hasta que estuvieran listas para renacer. Las Espadas, como ella, velaban por el equilibrio entre el mundo humano, el Velo y las estrellas.

Y que existían cosas peores que morir.

Almas que se negaban a soltar el odio. Espectros errantes que se alimentaban del dolor de otros. Entidades que buscaban romper el Ciclo de renacimiento y quedarse vagando para siempre.

Elicia aceptó su misión sin vacilar. Ser escudo y filo. Ser voz y silencio. Proteger el Ciclo.

Durante años, lo fue.

Hasta que apareció la grieta.

El Velo —ese espacio entre la vida y la muerte, donde los reflejos se distorsionan y los espíritus susurran desde los espejos— comenzó a agrietarse. Allí luchaban las Espadas contra las sombras que querían cruzar hacia el plano humano, buscando poseer cuerpos vacíos o fragmentados.

Fue en una de esas batallas que lo sintió.

Una presencia que no era espectro, ni alma. Era algo más profundo. Un hueco consciente.

Nadir.

Un nombre que no se pronunciaba con facilidad. Un ser separado del Ciclo. Un desgarro. Una fisura que se alimentaba de quienes, como él, se negaban a dejar atrás su existencia.

Cuando sus miradas se cruzaron, Elicia supo que algo dentro de ella se fracturaba.

—No puedes detenerme —susurró él—. El Ciclo morirá con ustedes.

Y la oscuridad la devoró.

No supo si cayó por accidente, si fue empujada o si eligió saltar para proteger a otra Espada. Solo supo que descendía por una grieta viva. Y que todo se deshacía.

Cuando volvió a respirar, estaba bajo el agua. La luz del sol se filtraba en líneas quebradas sobre su rostro. Su cuerpo se sentía real, pero también ajeno.




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