Tú querías un cambio,
un giro en la rueda de la vida,
tú ansiabas la felicidad,
como quien busca un refugio en medio de la tormenta.
Aplacaste el fuego con un soplido,
creíste que lo habías extinguido,
pero la lluvia logró apagarlo,
solo por un momento,
porque el fuego no se apaga tan fácilmente.
Volvió a nacer,
renació con más fuerza,
más intenso, más feroz
que el primer día en que llegaste.
El dolor se multiplicó,
como un eco profundo en las entrañas,
y el fuego, que antes era suave,
se convirtió en un incendio que consumía todo a su paso.
Tú lo dejaste ir,
como si fuera algo que no pudieras detener,
no lograste acabar del todo con él,
como si algo de ese fuego
se hubiera quedado atrapado en tus recuerdos.
Aún queda algo de lo que era,
como un resquicio de lo que alguna vez fuimos,
y aún puede seguir luchando,
como un latido rebelde que no se apaga.
Esa conexión de fuego y agua terminó,
se desvaneció como una sombra al amanecer.
Esas miradas puras,
esos momentos de entendimiento,
se apagaron, se perdieron
como una llama que se extingue
en la quietud de la noche.
Quedaron hechas cenizas,
dispersas en el viento,
en el testigo mudo del corazón,
que observó cómo todo se desmoronaba
sin poder evitarlo.
Hoy recupero el corazón
que una vez fue tuyo,
como una joya rota que renace de sus fragmentos.
No estuvo en buenas manos,
lo sé ahora,
porque a veces el amor no es suficiente
cuando las manos que lo sostienen
no saben cuidarlo.