Ecos del pasado

Prólogo

"Las entrañas de la montaña jamás habían visto el sol. Pero eso no importaba. La oscuridad aquí no era ausencia de luz: era una presencia. Se arrastraba por los túneles como una bestia vieja, lamiendo las paredes, royendo los nombres de los prisioneros tallados en la piedra."

Allí abajo, el mundo era otro. Se transformaba con cada día, aunque el tiempo no pareciera avanzar. Las piedras respiraban humedad, como si fueran seres vivos, viejos y pacientes. Los ecos del viejo mundo vagaban sin rumbo entre túneles olvidados, golpeando suavemente las paredes, como si buscaran algo. O a alguien. El aire, denso y pesado, olía a hierro antiguo, a moho persistente y a promesas rotas, como si los pecados de los siglos pasados aún se disiparan en el ambiente.

Cada paso resonaba como un latido muerto, amortiguado por la presencia oscura y opresiva del granito eterno. Era un silencio roto solo por la respiración controlada de quienes aún se movían en ese agujero, y eso parecía un atrevimiento para cualquiera. El suelo crujía a veces, pero no bajo el peso del granito; crujía como si comenzara a despertar, como si recordara.

Allí, donde la piedra misma parecía guardar memorias que ningún ser vivo debía conocer, entre los valles de los forjadores y las extensas llanuras de roca, se alzaba la prisión de Gral-Khuzad. No era visible desde ningún punto de la superficie. Oculta de todo mapa, envuelta en una red de pasajes ancestrales, no fue construida para castigar… sino para contener. Para sellar a aquel que perturbe el equilibrio. Para olvidar sin permitir el olvido.

Y su guardián era Grimm Barba de Piedra.

Veterano de innumerables guerras que ya nadie recordaba. Curtido por años de servicio bajo tierra. Era tan parte del lugar como las cadenas oxidadas que colgaban de las primigenias paredes del sitio. Su cuerpo, endurecido como el granito que lo rodeaba, no conocía la fatiga. Su alma, endurecida por la rutina, no conocía la duda.

Su barba, espesa y gris como ceniza vieja, estaba trenzada con cuentas de hierro forjado; cada una representaba una década de servicio. Dos trenzas. Un largo camino. Y aún no mostraba señales de retirada. Si acaso, se había vuelto más callado. Más rudo.

En su mirada no había piedad. En sus ojos, tan oscuros como las minas del Este, no quedaba compasión ni esperanza. Solo rutina. Solo deber. La causa por la que vivía, y el muro contra el que cualquier amenaza se estrellaba.

Gral-Khuzad no conocía la clemencia. Allí, entre montañas ocultas y alejadas de la civilización por espesos bosques encantados, se reunía en secreto lo peor del continente norte. Asesinos en masa, nigromantes caídos, monstruos deformes por su propia magia… todos ellos se convertían en pasado. En eco. En nada.

Y Grimm se encargaba de que ningún nombre volviera a ser pronunciado más allá de esas paredes.

Pero aquella noche —si es que podía llamarse noche a ese abismo sin cielo—, algo se quebró.

El temblor no empezó en las piedras. Empezó en los huesos de Grimm. Un zumbido bajo la piel, como si el hierro de sus trenzas vibrara al unísono con algo más profundo. Algo que no era parte de este mundo. Los guardias se miraron; ninguno lo había sentido. Solo él. Como si la montaña hubiera gruñido solo para sus oídos."

No fue una sacudida violenta, sino una vibración sutil, como si la montaña contuviera un suspiro que al fin se liberaba. Pero para quienes conocían las entrañas de Gral-Khuzad, ese murmullo fue más perturbador que cualquier derrumbe o catástrofe que hubiera sucedido anteriormente.

La vibración recorrió los largos túneles con un viento subterráneo. Un estremecimiento que no pertenecía al mundo físico, sino a algo más. Una advertencia. Una chispa. Un recuerdo imposible de contener.

Ascendió por las cámaras, por los respiraderos ocultos, por las vetas minerales que cruzaban la piedra como venas que se expandían por doquier. Tocó los muros, las rejas, las cadenas. Y llegó a Grimm.

El viejo enano, sentado en una silla de hierro forjado, sintió cómo un sudor frío le recorría la espalda. No era miedo. No todavía. Era algo peor. Una anticipación, una punzada en los huesos que no había sentido en mucho tiempo. Como si algo invisible lo hubiera mirado directamente al centro de su ser, su alma. Como si una voluntad ancestral lo hubiera rozado al pasar.

Grimm había sentido muchas cosas durante su larga vida: el calor del magma en los hornos de guerra, el frío del acero en la batalla, la punzada del remordimiento cuando tuvo que encerrar a uno de los suyos. Pero nada como eso.

Las cadenas colgantes, oxidadas por siglos de olvido, tintinearon con un ritmo irregular. Un sonido metálico y hueco, semejante a un jadeo agónico. No era viento. No era corriente. Algo se había movido. Algo que no debía. Algo que dormía… y había despertado.

Los guardias lo notaron también. En lo alto de las torres, entre las almenas sin cielo y los puestos de vigilancia que apenas se iluminaban con runas de luz moribunda, se cruzaron miradas. Susurraron palabras que sabían que no debían pronunciar. Evitaron otras. Nombrar era dar forma. Y en Gral-Khuzad, dar forma era peligroso.

Grimm se levantó sin prisa, pero con el rostro endurecido. Tomó su capa negra de lana pesada, tejida con fibras de roca volcánica, y descendió. No por los pasajes comunes, sino por los ocultos. Los que solo los guardianes conocían.

Sus botas resonaban secas, firmes, a través de los túneles más antiguos. Los que se habían tallado cuando el mundo aún no sabía pronunciar la palabra “imperio”. Bajó por un corredor adornado con frescos erosionados por el tiempo, donde se contaban historias de entidades fuera del mundo. No tenían nombre, no tenían rostro… solo recuerdos.

Al llegar al archivo —una sala angosta con paredes cubiertas de estanterías corroídas, grietas en el techo y un silencio casi espeso—, siguió el sonido. No era un sonido audible… sino una especie de retumbo interior, como si el eco de los pasillos lo guiara hacia lo más profundo.



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En el texto hay: fantasia

Editado: 30.07.2025

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