El cuartel de Grimm, encajado en una de las cavidades laterales de Gral-Khuzad, no tenía lujos: una mesa de piedra, una litera dura como el hierro y una vieja estufa rúnica que chisporroteaba sin entusiasmo debido al exceso de uso. Allí, el enano revisaba un pequeño fardo: pan endurecido, un cuenco de estofado de lo más básico —zanahorias, patatas y un caldo espeso, ya frío— y una túnica de color azabache hecha de lana basta.
Mientras lo ataba con una cuerda, dejó escapar un suspiro hondo y rugoso, propio de quien ha visto demasiado y dormido muy poco.
—¿Por qué estas cosas me pasan siempre a mí...? —gruñó entre dientes. Su aliento formó una nube tenue que se disolvió en el aire helado de la galería.
El camino hacia los niveles inferiores de Gral-Khuzad no era uno que se tomara a la ligera. Desde la base principal —un puesto de vigilancia circular donde las runas aún funcionaban con cierta normalidad— hasta las escaleras viejas que descendían a los niveles olvidados, había más de mil pasos, uno por uno contados por el enano a lo largo de sus años de servicio.
A su paso, las antorchas mágicas, de un tono púrpura característico, colgaban de las paredes, agitadas por los ecos de la prisión, como si dudaran de sí mismas. Las sombras se deslizaban por los muros tallados, retorciéndose en formas que no encajaban con los cuerpos que las proyectaban. Grimm caminaba con una pequeña bandeja de plata: comida sencilla —pan negro, carne seca y un cuenco con caldo tibio con unas pocas verduras— además de una manta áspera y una muda de ropa.
Sus pensamientos eran como las piedras bajo sus pies: pesados como el acero, antiguos como los enanos.
Algo no va bien aquí… algo se ha movido sin moverse.
Pasó junto a la celda de Xarn el Degollador, condenado por asesinar a cientos de nobles —entre otras personas de renombre— cuyas manos habían sido selladas con brazaletes de runa viva. Al lado de esta, un cartel dictaba su sentencia: 112 años. El preso no hizo más que escupir al suelo al ver a Grimm.
En la celda contigua, la Dama de Hueso —una nigromante antiguamente conocida en la Fortaleza de Jázaros— canturreaba una melodía sin lengua conocida, meciéndose en la oscuridad como una sombra sin cuerpo. Grimm evitó mirarla.
—Nadie debería estar tan tranquilo aquí abajo —murmuró, más para sí mismo que para nadie.
El nivel bajo se tragaba los sonidos. Incluso los pasos firmes y fuertes de Grimm perdían fuerza a medida que se acercaba al Nivel Cero, el más profundo de la prisión, situado a más de doce kilómetros bajo la superficie. La humedad se volvía casi sólida, resbalando por las paredes y filtrándose en las botas. El aire olía a algo que no era del todo muerte... pero tampoco vida.
Llegó a la puerta de piedra negra.
No había guardias. Nunca los había. Solo él.
La puerta no tenía cerradura. Solo respondía a su toque, a su voz, a su sangre.
Grimm colocó la mano sobre la piedra. Esta vibró de nuevo, como si lo recordara. El enano frunció el ceño.
—Ni yo debería recordar esto —masculló.
La piedra se abrió. Más lentamente esta vez. Como si dudara.
Al posar la mano, su cabeza se agitó bruscamente. Sombras. Recuerdos de guerras pasadas. Fragmentos rotos de sangre, gritos, acero y fuego pasaron abruptamente por su mente, como si el lugar lo rechazara.
Grimm sudó frío.
Dentro, la celda seguía igual... y al mismo tiempo, completamente distinta.
El polvo aún suspendido en el aire parecía moverse en espirales lentas, como si respirara. Como si alguien —o algo— hubiera exhalado recientemente. El Hombre en el centro de la sala no se había levantado. Pero tampoco parecía estar en la misma posición exacta.
Sus ojos rojos estaban abiertos. Fijos en Grimm.
El enano tragó saliva.
—Te he traído comida —dijo, dejando la bandeja en el suelo sin acercarse demasiado.
—No tengo hambre.
Su voz no tenía fuerza. Apenas transmitía vida. Sin embargo, resonaba dentro del pecho de Grimm. No era magia. Era otra cosa. Algo más antiguo.
—Deberías comer, te vendría bien. Aparte... no puedes engañarme.
—¿Tienes nombre? —preguntó Grimm, con un tono más suave que el de la noche anterior.
—Tuve muchos —dijo el prisionero—. Ahora no recuerdo ninguno.
Grimm lo observó con cautela. La sombra al fin se levantó.
Un hombre.
O algo parecido.
Era alto, al menos de un metro ochenta, algo inusual en aquellas profundidades. Sus ojos escarlatas como rubíes centelleaban con una luz apagada. Su rostro estaba sucio, rodeado de polvo y escombros. El cabello, largo y revuelto, era negro con mechones purpúreos entrelazados; quizás su tono original, o tal vez restos de una vieja maldición o magia ya extinta.
Y sus brazos… estaban encadenados.
Dos enormes cadenas oxidadas colgaban de los muros, enlazadas a gruesos grilletes rúnicos que aprisionaban sus muñecas. No parecían contenerlo, sino servir como recordatorio de algo... más antiguo que la necesidad de escapar.
—¿Recuerdas algo? —insistió el enano—. Un lugar. Una voz. Algo que te trajera hasta aquí.
El hombre bajó la mirada. Durante un largo momento, solo se oyó el gotear lento de la humedad en alguna grieta oculta.
—Recuerdo silencio —susurró al fin—. Silencio durante eones. Sin sueños. Sin pensamiento. Solo el eco de un eco de un eco…
Grimm sintió que se le erizaban los vellos del cuello. No por la voz… sino por la forma en que lo decía. Como si hablara de un vacío donde incluso la locura se disolvía.
—¿Tú elegiste este lugar? —preguntó, con un dejo de duda.
—No lo sé. Tal vez. O tal vez me encerraron. Tal vez me encerré yo mismo.
—¿Y por qué?
La figura alzó la vista. Por un instante, la tenue luz roja de sus ojos pareció encenderse, como si chisporroteara una chispa en un pozo profundo.
—Para no recordar.
Grimm frunció el ceño. El aire en la celda se volvió más denso, como si el propio espacio dudara de su forma. Dio un paso atrás.