La hora incierta entre el fin de una guardia y el inicio de otra tiñó los pasillos de Gral-Khuzad con un silencio distinto. No era el silencio del miedo ni del sueño, sino uno cargado de decisión, como un susurro antiguo que aguardaba ser despertado por el eco de los pasos.
Grimm avanzaba con paso firme, aunque su mente era un remolino de dudas y pensamientos sin rumbo. El farol rúnico que portaba desprendía una luz tenue y parpadeante, como si se negara a iluminar por completo los muros que lo rodeaban.
—Siempre me toca a mí —murmuró con amargura, ajustando la correa del farol mientras soltaba un suspiro.
Sobre el brazo llevaba una túnica sencilla, de tonos amarillentos, desgastada y con pequeños agujeros, pero limpia. En la otra mano, un hatillo de tela basta, negra como la obsidiana, que contenía pan oscuro, carne curada y un jarro de agua mineral. Nadie le había dado esa orden. No había consejo ni superior que lo respaldara. Solo intuición… y una incomodidad creciente en el pecho, como si algo olvidado reclamara atención.
No, no era incomodidad. Era reconocimiento.
Había algo en los ojos del prisionero —aquellos pozos rojos que miraban sin juicio ni esperanza— que le recordaban a su hermano desaparecido durante la Purga de los Puentes. Mismo temple. Mismo vacío resignado. La misma pregunta muda: ¿Por qué a mí?
Y Grimm no quería otro muerto que cargar.
Descendió por los peldaños de piedra, saludando con un gruñido a los guardias de los niveles superiores. Estos, acostumbrados a su taciturnidad, no hicieron preguntas. Algunos desviaron la mirada. Otros fingieron no verlo. Desde su visita al “Nivel Cero”, se había extendido entre el personal una superstición muda: no mirar al guardián si baja solo.
Pasó junto a celdas que contenían horrores y pecadores por igual. Uno de los prisioneros, encadenado a la pared por una amalgama de metales arcanos —una mezcla púrpura, casi fucsia, que brotaba del suelo como raíces corrompidas— murmuraba en un idioma olvidado mientras se mordía las uñas ensangrentadas. Otro, con el rostro permanentemente desfigurado por una runa de silencio fallida, lo observó sin parpadear. Grimm no se detuvo.
Los pasillos se ensancharon levemente al aproximarse a la zona de máxima seguridad. Allí, las piedras eran más oscuras, hechas de un material sin nombre, opaco y profundo, como si hubieran absorbido siglos de sufrimiento. Gárgolas enanas, gastadas por el tiempo, vigilaban cada entrada. Sus ojos de cuarzo rojo aún brillaban débilmente.
A medida que avanzaba, las antorchas palidecían sin razón aparente. El aire se volvía más espeso, cargado de un polvo que no venía del tiempo… sino del olvido.
En ciertos tramos, Grimm juraría que las paredes susurraban en un idioma que solo comprendían las piedras. No eran voces. Era un temblor suave, como un eco atrapado desde hace siglos, repitiendo el mismo nombre.
La puerta del Nivel Cero.
Cada vez que Grimm la veía, un escalofrío le recorría la espalda. Sentía una extraña familiaridad, como si aquella roca milenaria guardara recuerdos que no eran suyos.
Apoyó una mano callosa sobre la superficie. Por un instante, creyó sentir un débil latido, como si aquello que encerraba tuviera su propio corazón. Como si la piedra respirara… y esperara.
—No me lo perdonaré si te dejo ahí. Ni si te libero y destruyes algo que amo —susurró, sin saber bien si hablaba con el prisionero… o consigo mismo.
Pronunció una palabra rúnica. La puerta exhaló un suspiro grave y se abrió con un sonido que se arrastró como un lamento antiguo.
Dentro, el prisionero lo esperaba, sentado en el mismo lugar de siempre.
—Has vuelto —dijo la figura, con voz profunda y desprovista de emoción.
—No me gusta dejar cabos sueltos. Soy un hombre de palabra —replicó Grimm, cruzando el umbral con paso decidido.
El enano dejó el hatillo en el suelo y le lanzó la túnica. El prisionero la miró un instante, como si no supiera qué hacer con ella.
Fue entonces cuando la penumbra lo reveló por completo.
Ya sin la sombra que lo cubría, el aspecto del prisionero se mostraba con claridad inquietante. Su cabello, largo y enmarañado, caía en mechones oscuros con reflejos violáceos, como si hubiera absorbido la magia misma. Sus ojos eran rojos, pero no brillaban como carbones encendidos: eran más bien cenizas vivas, apagadas en apariencia, pero con la amenaza latente de un fuego aún por despertar.
Su piel estaba sucia, curtida por el polvo de los años y las runas del encierro, con cicatrices antiguas apenas visibles bajo la mugre. La ropa —un conjunto de tela áspera y deshilachada— estaba cubierta de hollín y tierra seca. Pero lo que más llamaba la atención eran las dos cadenas oxidadas que aún colgaban de sus muñecas: gruesas, ancladas alguna vez a algo mayor, pendían ahora como un recuerdo físico de un cautiverio inhumano.
No lo sujetaban. Nunca lo habían hecho del todo. Estaban cerradas, sí, pero sin llave. Como si lo importante no fuera retener su cuerpo… sino convencerlo de que debía quedarse.
Y, sin embargo, no había odio en su mirada. Solo una quietud... inquietante. Como si el mundo le fuera ajeno.
Grimm se apoyó contra la pared húmeda. Al tocarla, notó una leve vibración, casi imperceptible: una resonancia mágica antigua que aún persistía en las piedras.
—¿Sabes quién eres ya?
—No —respondió el prisionero, mientras se ceñía la túnica—. Pero sé que esta celda no es mía.
—Eso no lo decides tú —gruñó el enano—. Aunque… tampoco hay registros que digan lo contrario.
Silencio.
La luz del farol parpadeó, reflejándose en los ojos del prisionero. Ya no parecían brasas. Ahora eran pozos apagados donde el tiempo mismo se había detenido.
—¿Y qué propones? —preguntó finalmente.
Grimm dudó. Por un instante, sus labios se apretaron.
—Que vengas conmigo. Que intentes ser algo más que este hueco donde te dejaron pudrirte. No porque te lo hayas ganado… sino porque alguien, alguna vez, me dio esa misma oportunidad. Y fallé en salvarlo.