El ascensor crujía al ascender por el angosto pozo de piedra, arrastrado por un viejo sistema de poleas y engranajes, sostenido por runas que palpitaban con un fulgor apagado.
Thorium guardaba silencio. El agua con la que se había lavado la cara aún resbalaba por su mentón. Su cabello recién cortado, húmedo, dejaba al descubierto un rostro extraño… incluso para él.
Había visto su reflejo. Y no se había reconocido.
Grimm lo observaba de reojo, brazos cruzados, apoyado contra la pared.
—No hablas mucho —comentó el enano, rompiendo el silencio.
—Estoy… procesando que voy a salir a la luz después de tanto tiempo —respondió Thorium, con la vista fija en el techo que se alejaba.
El enano soltó una breve risa nasal.
—Te va a doler más que un martillo en los huevos, ya verás.
El ascensor se detuvo con un golpe seco y las compuertas se abrieron. La luz del sol entró como una lanza ardiente.
Thorium levantó los brazos, cegado.
—¡Joder! ¿Qué es eso? Me quema los ojos —exclamó, retrocediendo—. ¿Qué clase de magia es esta?
—Es el sol, muchacho. No lo mires como si fuera un dragón.
Se frotó los ojos con los nudillos. Las marcas en sus muñecas ardían, como si la luz solar las despertara. Por un instante, vio venas violáceas extenderse bajo su piel… y luego desvanecerse.
Cuando sus ojos se acostumbraron, lo que vio le cortó la respiración: colinas verdes hasta el horizonte, árboles centenarios agitándose con el viento, aves planeando bajo un cielo inmenso. El mundo estaba vivo. Más grande y más luminoso de lo que recordaba.
Una mariposa pasó revoloteando, y él la siguió con la mirada, absorto.
—Esto no es lo que esperaba —murmuró—. Pensé que afuera todo estaría muerto.
—Eso es lo que el Imperio quiere que creas —dijo Grimm—. Que ya no queda nada por lo que luchar.
Caminaron por un sendero flanqueado por pilares cubiertos de musgo. En la distancia, entre montañas envueltas en neblina, se recortaba la silueta de una fortaleza.
—Allí está la sede de la Orden de la Mano de Plata —explicó Grimm—. Humanos, enanos, algunos elfos… nadie sobra si sabe escuchar.
El camino ascendía entre raíces que asomaban como dedos de piedra. Entonces, el viento cambió.
Una ráfaga fría sopló desde el este; las hojas volaron, las nubes ennegrecieron el cielo como si alguien lo tachara.
—Genial —refunfuñó Thorium—. Primero el sol. Ahora esto. ¿No existe un punto intermedio?
—Lo tomaré como que echas de menos los techos de piedra y los grilletes —respondió Grimm—. Es solo lluvia… o eso espero.
La primera gota cayó justo cuando la fortaleza emergía entre la niebla. La llovizna fue borrando los colores, hasta dejar solo grises y sombras.
—Nos está saludando —dijo el enano con sorna—. Espero que no sea lo que imagino.
Thorium se ajustó el manto. El aire olía a tierra húmeda… y a algo más: un zumbido sutil que parecía resonar en los huesos. Como si el mundo contuviera el aliento.
Entonces los vieron: una patrulla imperial. Una docena de jinetes salió del bosque en formación perfecta. Las armaduras brillaban bajo la lluvia; sus estandartes carmesí parecían sangrar color.
Al frente, una mujer de rostro severo alzó su lanza.
—¡Deteneos!
Grimm levantó una mano. Thorium lo imitó, torpe.
—Grimm Barba de Piedra, Orden de la Mano de Plata. Este es Thorium. No traemos armas.
La comandante entrecerró los ojos.
—¿Thorium? ¿Ese nombre figura en algún registro?
Un soldado consultó una tablilla rúnica.
—Negativo, comandante. Ningún Thorium registrado en la región en los últimos diez ciclos.
—Curioso —dijo ella, clavando la mirada en el joven—. ¿Cuál es el propósito de vuestra visita?
—Personal —intervino Grimm—. Le enseño los caminos antiguos. Caminamos, no atacamos.
—En estos bosques han desaparecido tres patrullas —replicó ella—. Y algunos informes hablan de practicantes rúnicos ilegales.
Thorium se aclaró la garganta.
—Mire… puedo hacer malabares. ¿Eso cuenta como arte prohibido?
Un soldado ahogó una risa. La comandante no sonrió, pero tras unos segundos de tensión bajó la lanza.
—Pasad. Pero sabed esto: si ocultáis algo, os encontrarán.
—Lo tendremos en cuenta —dijo Grimm.
—Y apresuraos. Esta tormenta… no es natural. No querréis estar aquí cuando caiga de verdad.
Al dejar atrás a los jinetes, Thorium murmuró:
—¿Crees que coló?
—Sí. Aunque como actor, sigues siendo peor que un goblin en una tragedia élfica.
Ambos rieron, y la lluvia arreció.
La sede de la Orden surgió como un gigante adormecido: torres de piedra blanca, tejados grises, estandartes plateados. En sus muros, historias talladas parecían latir al compás de la tormenta. Las puertas se abrieron con un crujido de sueño roto.
Dentro, el mundo cambió: suelos de mármol desgastado, alfombras con símbolos rúnicos, braseros de llamas azules. Estatuas de antiguos guardianes vigilaban los pasillos. El aire estaba cargado de hierro, incienso… y memoria.
—Bienvenido —susurró Grimm—. Aquí empieza lo difícil.
Thorium no respondió. Observaba con mezcla de asombro y reconocimiento, como si una parte olvidada de sí mismo caminara unos pasos por delante.
Al fondo, una vidriera colosal mostraba a una figura sin rostro, rodeada de símbolos. Uno de ellos le provocó un escalofrío: lo había visto arder en un sueño.
El símbolo latía al ritmo de su corazón. Thorium tocó su pecho, buscando sangre… pero solo encontró sudor frío.
Grimm, sin que él lo notara, sacó una pequeña piedra del cinturón. Vibraba y goteaba luz azul, como cera derretida. La cubrió con la mano, apagándola al instante.
—¿Dijiste algo? —preguntó Thorium.
—Solo que no te detengas —respondió el enano—. Nos esperan.
Mientras el eco de sus pasos se perdía en la piedra húmeda, Thorium sintió una punzada breve y aguda detrás de los ojos.
Como si algo que dormía en su interior acabara de abrir un ojo.