Ecos del pasado

Capítulo 5 – Ecos bajo la piedra

La lluvia caía como un murmullo incesante sobre los altos ventanales de la sede de la Orden de la Mano de Plata. Desde el exterior, el edificio parecía una antigua fortaleza devorada por el tiempo, incrustada en una colina de piedra gris, casi como si la tierra misma se negara a soltarla. Los relámpagos, lejanos, arañaban los cielos de cobre sucio, proyectando sombras irregulares sobre las columnas erosionadas de la entrada. Un umbral que no prometía refugio, sino juicio.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Thorium antes de cruzar el umbral.

Grimm no se volvió. Solo respondió: —La duda es la primera de tus pruebas.

Dentro, el aire olía a pergamino podrido y cobre, impregnado de una calma demasiado medida. Thorium cruzó la puerta detrás de Grimm con una sensación persistente de estar traspasando una frontera invisible. Algo en ese vestíbulo parecía vivir en una respiración distinta: como si la piedra misma palpitara en una frecuencia baja, secreta.

El suelo de mármol oscuro reflejaba apenas la luz de lámparas suspendidas por cadenas de hierro. Los cristales teñidos filtraban la luz en tonos rojizos y lilas, creando sombras fragmentadas que se deslizaban por las paredes como ecos vivos. Las estatuas que custodiaban los pasillos estaban agrietadas por el tiempo, pero su autoridad seguía intacta. Rostros impasibles, ojos ciegos tallados con precisión, manos que sostenían símbolos que parecían pesar más que el mármol mismo.

—Respira con calma —susurró Grimm, sin mirarlo—. Nadie te comerá… todavía.

El tono era ambiguo. Ni amable, ni amenazante. Pero sí cargado de una verdad que Thorium no podía entender del todo.

—¿Qué se supone que haga?

—Aprender a callar. Observar. Escuchar lo que la piedra no dice en voz alta.

Thorium tragó saliva, sintiendo que el aire, aunque frío, era demasiado espeso. Como si cada inhalación arrastrara siglos de secretos.

Las miradas no tardaron en caer sobre ellos.

Hombres y mujeres con túnicas marcadas por símbolos crípticos alzaban la vista al verlos pasar. Algunos los observaban directamente, otros fingían no verlos, pero sus dedos se detenían en los pergaminos, sus voces bajaban el tono o cesaban por completo. En una galería elevada, una joven de rostro severo y trenzas plateadas lo siguió con la mirada, su ceño fruncido revelando más inquietud que desprecio.

Thorium no sabía si era el eco de los pasos o el peso de las miradas lo que más le incomodaba. Cada paso retumbaba con una intensidad desproporcionada, como si el lugar amplificara la presencia de los intrusos. O como si el edificio tuviera memoria.

—¿Grimm? —murmuró sin ocultar la tensión.

—¿Sí?

—¿Exactamente quién eres aquí?

Grimm se detuvo. Giró apenas la cabeza, y por primera vez, su presencia pareció llenar la estancia como una sombra que no se había mostrado por completo.

—Soy uno de los pocos que toman las decisiones cuando nadie más se atreve —dijo con calma—. Eso me hace más que un guía… y menos que un santo.

—¿Y si no quiero lo que estás ofreciéndome? —se atrevió Thorium.

—Entonces la piedra se tragará tu nombre y te dejará fuera como al resto.

Luego continuó caminando.

El pasillo se estrechó como las fauces de un animal dormido antes de desembocar en una arcada labrada con símbolos ya erosionados por los siglos. Al fondo, aguardaba una sala más baja, casi hundida en la piedra. Thorium percibió el cambio en la atmósfera de inmediato. El aire era más seco, más cargado. No era solo antigüedad: era hambre.

Tras una mesa abarrotada de papeles arrugados, libros de tapas partidas y frascos sellados con cera negra, una mujer descansaba con las botas sobre el escritorio, masticando algo que hacía un sonido seco, casi agresivo. El crujido contrastaba con el silencio solemne del entorno. Era como si esa mujer masticara las normas, la reverencia y el decoro al mismo tiempo.

—Vaya, me alegra ver que el profesionalismo sigue activo por aquí —exclamó Grimm.

—Llegas sin cita, sin aviso —dijo sin levantar la vista—. ¿Y esperas una bienvenida?

—No espero nada que no pueda ganarme —replicó Grimm con un deje de sarcasmo.

Ella alzó una ceja. Entonces, y solo entonces, lo miró de frente. Sus ojos eran de un azul helado, incisivo. Su cabello negro con reflejos azulados le caía sobre un lado del rostro, dejando el otro parcialmente oculto como si se protegiera o midiera cada revelación. Llevaba un corsé de cuero oscuro sobre una blusa de encaje raída, y la falda que ondeaba a un lado dejaba ver unas medias de red rotas y botas con hebillas que hubieran intimidado a medio ejército.

—Liora, encargada de la administración de este lugar —dijo con una sonrisa torcida—. ¿Y el cachorro?

Grimm se giró hacia Thorium y lo presentó sin ceremonia.

—Thorium. No necesita juicio. Solo guía.

—¿Y por qué no ambas cosas?

Liora se levantó sin apuro. El golpe seco de sus botas contra el suelo retumbó como si llamara a alguien invisible. Se acercó a Thorium, midiendo cada paso, como si esperara que él retrocediera.

—¿Y tú qué eres, Thorium? ¿Una promesa rota? ¿Un experimento abandonado? ¿Otro error queriendo ser importante?

Thorium sostuvo su mirada, aunque el peso de sus palabras lo rozaba por dentro como cuchillas suaves.

—Pregúntale a las paredes. Parecen saber más que yo.

Ella se rió por lo bajo.

—Bien. Tienes algo más que miedo en los ojos. Me sirve. Ven conmigo. Te haré una pequeña guía por la Orden. Si te pierdes, no me vengas llorando luego. Y no toques nada que respire, aunque no parezca vivo.

Thorium lanzó una mirada breve a Grimm, esperando tal vez una última palabra, una advertencia. Pero Grimm ya se alejaba hacia otra galería, dejando tras de sí solo el eco de sus pasos.

Liora tomó un bastón metálico de empuñadura rúnica, giró sobre sus talones y echó a andar.

—Vamos, cachorro. El pasado no se va a mostrar solo.



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En el texto hay: fantasia

Editado: 28.08.2025

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