La carta de Martina llegó en la mañana.
Una misiva sencilla, sin sellos dorados ni adornos innecesarios, escrita con esa caligrafía firme que la caracterizaba. “Te espero en el jardín de las camelias al mediodía. M.” Era todo lo que decía. Sin saludos, ni adornos. Solo una línea que pesó más que cualquier decreto firmado en la sala del consejo.
Alexander dejó la carta sobre su escritorio, la miró como si pudiera arder por sí sola. Lo había presentido desde hace semanas. Martina ya no reía igual. Su mirada, aunque amable, se sentía cada vez más distante.
Cuando llegó al jardín, ella ya lo esperaba.
Vestía de manera sencilla, sin las joyas ni los colores vibrantes que solían acompañarla en las ceremonias. El cabello suelto, mecido por la brisa, brillaba con tonos cobrizos bajo el sol de primavera. Parecía una mujer libre, y eso fue lo primero que dolió. Porque él no lo era. Y en el fondo, sabía que nunca lo sería.
—Has venido —dijo ella sin volverse.
Alexander cruzó el sendero de piedras en silencio, hasta quedar frente a ella.
—Tu nota fue bastante clara —respondió con calma, aunque su interior era un campo de batalla.
Martina asintió. Por un momento, solo se oyó el canto de los pájaros y el crujir de las ramas. Ella no lo miraba. Observaba las flores con una quietud que él conocía demasiado bien: la calma que precedía a las tormentas.
—No quiero dar más rodeos, Alexander —dijo finalmente—. He tomado una decisión. No seguiré con este compromiso.
Alexander sintió cómo algo dentro de él se quebraba. Lentamente. Como una grieta que se extiende desde lo más hondo del mármol.
—¿Hice algo mal? ¿Por qué dices eso ahora? —preguntó asombrado.
Martina alzó por fin la mirada. Sus ojos verdes se clavaron en los de él, limpios, serenos.
—No. No es por ti. Es por mí. Por nosotros. Porque ambos sabemos que esto nunca fue una elección al menos no lo que tu querías… esto es solo una obligación disfrazada de alianza.
Alexander apretó la mandíbula.
—El reino necesita esta alianza —replicó con voz baja—. Tu familia y la mía…
—Tienes a otra persona con mejor posición que yo para ocupar mi lugar —lo interrumpió ella con firmeza—. Ella puede darte la estabilidad que yo no puedo.
Él bajó la vista por un segundo. Las palabras de Martina eran como flechas. Certeras, inevitables.
—¿Y yo? —dijo él—. ¿Alguna vez fuiste mía por elección, Martina?
El silencio que siguió fue tan largo que pensó que no respondería. Pero entonces ella dio un paso más cerca. No para abrazarlo. No para consolarlo. Solo para mirarlo de frente, sin máscaras.
—Nunca fuiste mío, Alexander. Ni yo tuya. Siempre fuimos… compañeros de circunstancias. Buenos actores, tal vez. Pero no amantes. No verdaderos aliados. Y tú sabes tan bien como yo que tu corazón… está en otra parte.
Él tragó saliva. Su nombre no fue pronunciado, pero no hacía falta. Ambos sabían de quién hablaba. Lía.
— Te vi abrazado con ella, y créeme que fue más revelador de lo que pensé.
Alexander tragó saliva. Dio un paso más cerca.
—Sobre lo que viste con Lía… No fue lo que piensas. Es difícil de explicar y nos creerás locos, pero…
—No, Alexander —lo interrumpió, con una calma firme—. No quiero una explicación. No la necesito.
Él la miró, confundido. Casi molesto por no tener la oportunidad de defenderse.
—¿No merezco decir al menos lo que ocurrió?
Martina esbozó una leve sonrisa, amarga.
—Lo vi todo, Alexander. No con los ojos de una prometida celosa, sino con los de alguien que sabe leer los gestos que se esconden cuando nadie los observa. Tú cambias cuando estás con ella. Te ablandas. Dejas de ser el príncipe cruel que los demás ven pero que con ella lo ocultas, dejas de ser esa persona manipuladora que eres y cambias. Y eso… eso no lo logré yo en todos estos años.
Alexander desvió la mirada, dolido. No por la acusación, sino porque sabía que era verdad.
—No fue planeado. No lo busqué —susurró.
—Tal vez no. Pero tampoco lo negaste cuando ocurrió —dijo ella, esta vez con más suavidad—. La abrazaste como si lo necesitaras. Como si ella fuera el refugio que yo nunca pude ser.
El silencio se instaló entre ellos, solo interrumpido por el murmullo del agua.
—¿Esto es una despedida? —preguntó él finalmente.
Martina asintió.
—¿Y tú? —preguntó él, casi sin voz—. ¿Estás segura de que no hay nadie más?
—Estoy segura de que quiero ser libre —respondió ella—. Libre de fingir, libre de un amor no correspondido. Y tú… tú también mereces ser libre, Alexander. Puedes intentarlo con ella nuevamente, esta vez ya somos mayores, tal vez el resultado te asombre.
Alexander se acercó un paso. Pero ella levantó una mano, deteniéndolo.
—No me abraces —dijo, y en su voz hubo un temblor que no pudo disimular—. Si me tocas ahora, quizá no pueda irme y no es justo para mi.
Alexander se detuvo.
Martina se le quedó mirando un instante más. Sus ojos se humedecieron, pero no cayó ninguna lágrima.
—Gracias… por dejarme ir. Fuiste un buen príncipe conmigo, Alexander. Un buen amigo, incluso. Y sé que serás un gran rey...
Luego se giró. Y caminó con paso firme entre las camelias.
Alexander no la detuvo.
Porque sabía, en lo más profundo de su alma, que ella había hecho lo que él no se atrevió a hacer.
No supo cuánto tiempo permaneció allí, solo, en medio del jardín.
Las camelias, testigos silenciosas del adiós, parecían inclinarse al viento como si entendieran el peso de las palabras no dichas. Alexander no se movió. No podía. Sentía el cuerpo anclado a la tierra, como si parte de él se hubiese ido con ella… o tal vez como si solo ahora entendiera cuánto había perdido.
No a Martina.
A la certeza.
A esa red de seguridad tejida con alianzas, apariencias y costumbres. Durante años, había creído que mantener el equilibrio del reino era cuestión de obedecer las reglas no escritas: comprometerse con la hija de una casa aliada, mantener las emociones bajo control, guardar las distancias adecuadas.