Educadas Para Callar

Espejos Rotos

La llegada de Clarisse De Vauclerc al Instituto Saint Amaranthe fue recibida como se recibe a una reliquia santa. Las campanas tañeron más alegremente aquel día; las profesoras se ataviaron con sus mejores lutos bordados; Madame Lemoine sonrió o lo que en ella pasaba por una sonrisa.

Clarisse, con su melena roja como una llamarada contenida y su piel blanca como la porcelana, no caminaba: se deslizaba, como una visión diseñada para encajar perfectamente en la vitrina de perfecciones que Saint Amaranthe exhibía al mundo.

Sus ojos celestes, fríos como el cristal pulido, no expresaban emociones humanas comunes como el miedo, la rabia o la duda. Reflejaban, en cambio, una educación meticulosa: la clase de belleza que sabía cuándo bajar la mirada, cuándo reír en voz baja, cuándo callar las opiniones y adornar los silencios con sonrisas medidas. Era, en suma, la encarnación del ideal de la Institución: sumisa, obediente, ornamental.

Pero para Selene y Evelyn, Clarisse era un espejo de lo que ellas se negaban a ser. Una advertencia viva. Una provocación constante. La primera vez que compartieron clase, el ambiente en el aula cambió, casi imperceptiblemente, como cuando el viento cambia de dirección antes de una tormenta. Selene estaba sentada junto a la ventana, como de costumbre, mientras Evelyn bordaba distraídamente en su bastidor.

Clarisse entró en la sala con un paso elegante, su vestido de lino impecable,
el lazo negro atado con una perfección que parecía desafiar las leyes de la física. Todas las muchachas la miraron con una mezcla de admiración y envidia silenciosa. Todas, excepto Evelyn y Selene.

Evelyn la observó con una tristeza que no sabía nombrar. Selene, en cambio, sonrió apenas, ladeando la cabeza como quien contempla una obra de arte falsificada.

-Mírala -murmuró Selene, solo para Evelyn- La estatua perfecta. Solo le falta una urna con flores frescas a sus pies.

Evelyn reprimió una carcajada que amenazaba con romper la solemnidad obligatoria. La profesora Dubois les lanzó una mirada fulminante, pero no dijo nada. Incluso ella parecía incapaz de amonestar en presencia de Clarisse.

En los días siguientes, la nueva alumna se convirtió en la joya de Saint Amaranthe. Recitaba los preceptos de obediencia con voz melodiosa. Bordaba flores perfectas mientras otras tejían solo marañas de frustración. Bailaba sin pasión, pero con una precisión tan impecable que las profesoras sollozaban de orgullo.

Madame Lemoine la convocaba a menudo a su despacho, para conversar sobre el noble deber de una dama bien nacida, y la salida de Clarisse de aquellas reuniones era siempre la misma: con una sonrisa dulce, vacía de toda vida propia.

Para Selene, Clarisse era una herida abierta. Un recordatorio lacerante de todo lo que Elowyn esperaba de ellas.
Cada encuentro entre ambas era una batalla silenciosa, una danza de cuchillos cubiertos de terciopelo. Durante una clase de Lectura de Comportamiento Femenino, la profesora solicitó que las alumnas expusieran sobre El ideal de la esposa virtuosa.

Clarisse se levantó, su cabello rojo ondeando como una bandera de rendición embellecida, y recitó:

-Una dama debe ser el espejo donde su esposo contemple su propio honor.
Ella no debe tener opiniones propias, sino reflejar los valores de su marido.
Como un jardín bien cuidado, debe ser admirado, no interrogado.

Los aplausos discretos de las profesoras resonaron en la sala como látigos en la espalda desnuda. Selene no pudo contenerse. Se puso de pie, el banco rechinando bajo su movimiento brusco.

-¿Y qué sucede -preguntó, voz suave como una daga de hielo -
si el jardín prefiere crecer salvaje, más allá de los muros del amo?

El silencio cayó como un manto de plomo. Clarisse, imperturbable, inclinó apenas la cabeza y respondió:

-Entonces, mi querida señorita Vernoux, ese jardín no sería digno de admiración. Sería una plaga. Y debería ser arrancado de raíz.

El corazón de Evelyn golpeó su pecho con fuerza. Sabía que debía intervenir antes de que Selene se condenara aún más. Se levantó también, con la gracia de una flor que se niega a marchitarse.

-Quizás -dijo Evelyn, con una sonrisa angelical que engañaría a cualquier ojo inexperto- el problema no es el jardín sino la cerca demasiado estrecha que intenta contenerlo.

Un murmullo recorrió la sala como un escalofrío. Madame Lemoine se levantó de su silla al fondo del salón, su rostro rígido como piedra funeraria.

-Suficiente -sentenció- La virtud no se debate. Se acepta. Se abraza.

Pero en los ojos de Evelyn y Selene, brillaba ya la chispa de algo que no podían apagar: un fuego que Clarisse, con toda su perfección prestada, jamás comprendería.

En los recreos, Clarisse se acercaba a ellas con una cortesía tan perfecta que resultaba ofensiva.

-¿Alguna vez pensáis en vuestro futuro? -preguntó una tarde, mientras las tres caminaban bajo la galería cubierta. -¿En vuestros esposos? ¿En vuestros hogares?
¿En los hijos que educaréis en el deber y la rectitud?

Selene se encogió de hombros, mirando hacia el horizonte gris.

-Prefiero pensar en estrellas y tempestades -respondió- Son menos predecibles. Más sinceras.

Clarisse rió suavemente, como se reiría una muñeca mecánica.

-Las estrellas no alimentarán a vuestros hijos, señorita Vernoux.
Ni os protegerán del desprecio social.

Evelyn, que hasta entonces había guardado silencio, se detuvo. La miró fijamente.

-¿Y de qué sirve ser protegidas, Clarisse, si para ello debemos primero enterrar nuestro corazón?

Por un instante, en el fondo de los ojos azules de Clarisse, hubo algo que se quebró. Un parpadeo apenas. Una grieta en la porcelana perfecta. Pero pronto volvió a sonreír. Y siguió caminando, mientras las campanas de la institución marcaban otra hora robada a sus vidas.

Evelyn y Selene se quedaron allí, bajo la galería, laobservando cómo Clarisse se alejaba, majestuosa, solitaria en su perfección inmaculada.




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