La torre sur del Instituto Saint Amaranthe se alzaba ahora como un faro inesperado en el mar gris de la obediencia. No era el edificio el que había cambiado. Era el aire que lo envolvía. Era la música silenciosa que ahora se insinuaba entre las paredes. Era la certeza de que, por primera vez en generaciones, tres muchachas no se inclinarían ante nada ni ante nadie que buscara quebrarlas.
En su nueva habitación, Evelyn y Selene parecían redescubrir el mundo. Cada rincón del lugar los ventanales abiertos al viento, los tapices antiguos de hilos dorados, las camas de roble como naves ancladas en un puerto seguro era un mapa a explorar. Un territorio conquistado no por violencia, sino por amor.
Las primeras noches, no hablaban mucho. El cansancio emocional era demasiado profundo. Demasiado recién sangrado. Dormían abrazadas,
como dos ramas entrelazadas que se negaban a quebrarse bajo la tormenta.
El calor de sus cuerpos era un idioma nuevo, más antiguo que la sumisión, más sagrado que cualquier ley humana. Evelyn pasaba horas simplemente acariciando los mechones de cabello negro de Selene, mientras ella murmuraba palabras adormecidas que parecían conjuros de un futuro aún por nacer.
Selene, por su parte, no podía dejar de mirar a Evelyn mientras dormía: su rostro sereno, sus labios entreabiertos, la leve contracción de sus dedos como si soñara con sostener algo o a alguien para siempre. Era la visión más hermosa que Selene había conocido. Evelyn era su hogar. Evelyn era su libertad hecha carne.
Clarisse ocupaba la suite contigua. Sola.
Por primera vez en su vida, sin sirvientas, sin compañeras elegidas para ella, sin instrucciones de cómo debía sentarse, sonreír, vivir. La primera noche, el silencio la abrumó. No sabía qué hacer con tanto espacio, con tanto eco de sí misma. Se sentó ante el piano de cola que adornaba su habitación, y sus dedos, temblorosos, rozaron las teclas. Una nota baja resonó en la sala, vibrando como un susurro de algo que había dormido en su pecho durante demasiado tiempo.
Clarisse lloró.
Lloró hasta que el piano entero se impregnó de su llanto silencioso. Lloró hasta que comprendió que llorar no era debilidad. Era vida. Era el precio de nacer de nuevo. La nueva directora, Madame Albinne, demostró rápidamente que sus promesas no eran palabras vacías. El régimen del terror había terminado.
Ahora, las clases eran exigentes, sí literatura, historia, cálculo, filosofía, pero no eran campos de entrenamiento para cadáveres con cintas de raso. Se fomentaba el pensamiento. Se permitía el debate. Se enseñaba la responsabilidad sobre la obediencia ciega. Y aunque el miedo no desapareció del todo el miedo es un huésped difícil de desalojar, empezó a menguar. Las jóvenes comenzaron a reír en los pasillos. A cantar en los jardines. A soñar.
Saint Amaranthe ya no era una prisión.
Se estaba convirtiendo, poco a poco, en un lugar donde las flores no eran cortadas en el primer brote. Sin embargo, no todas las heridas sanan con facilidad. Algunas noches, Evelyn se despertaba jadeando, atrapada en pesadillas donde Madame Lemoine aún sujetaba su garganta con manos invisibles. Selene estaba siempre allí.
Susurrando.
Abrazando.
Sosteniendo.
—Estoy aquí —decía una y otra vez— Aquí. Contigo. Siempre.
Y Evelyn, con lágrimas silenciosas, se acurrucaba contra su pecho, dejándose mecer por la voz que era su refugio. Una tarde de otoño, cuando los primeros vientos fríos comenzaron a rasgar las hojas doradas de los árboles, Selene llevó a Evelyn a escondidas al jardín interior, el mismo donde, años atrás, había creído que sus sueños no eran más que polvo.
Ahora el jardín era salvaje. La nueva administración había dejado crecer los rosales, había permitido que las enredaderas treparan las columnas, que los lirios brotaran donde quisieran.
Era el reflejo vivo de lo que ellas mismas estaban empezando a ser.
Selene la llevó hasta el sauce viejo el mismo que había sido su testigo mudo en tantas tardes de rebeldía clandestina. Se arrodilló en la hierba húmeda. Tomó la mano de Evelyn entre las suyas. Y, temblando, sin protocolo, sin ceremonia, sin permiso, le ofreció su alma.
—No quiero un mundo donde no estés —susurró, apenas audible— No quiero un futuro que no sea contigo. Sé que no tenemos promesas. Ni títulos. Ni bendiciones de nadie. Pero si tú quieres, quiero ser tu hogar. Quiero que tú seas el mío.
Evelyn, incapaz de hablar, se dejó caer de rodillas frente a ella. Sus lágrimas rodaban libremente. No de tristeza.
De plenitud.
De amor.
De vida.
La abrazó, apretándola con la desesperación de quien ha encontrado la última estrella en un cielo roto. Y allí, bajo el sauce, se besaron. No como las muchachas que el Instituto había querido moldear. Se besaron como dos universos colapsando el uno dentro del otro, como dos notas discordantes que, juntas, formaban una nueva sinfonía. Una que no necesitaba permiso para sonar. Una que no podía ser callada.
Clarisse, desde un rincón lejano del jardín, las observaba. Pero esta vez, no como espectadora. Sino como testigo. Como hermana en espíritu. Sonrió, abrazándose a sí misma, sintiendo por fin que su soledad no era castigo. Era libertad. La libertad de conocerse. De amarse. De buscar su propio camino.
La noche cayó sobre Saint Amaranthe como un manto suave. En la torre sur, tres ventanas permanecieron abiertas al viento. Tres corazones latían en sincronía, como campanas lejanas anunciando una nueva era. Una donde las muchachas educadas para callar
habían aprendido, al fin a cantar.
Y así, bajo un cielo de hojas doradas,
florecieron los jardines prohibidos.
Y las voces rotas, tejidas con hilos de amor y rebeldía, alzaron su canto eterno al mundo.