El altruista de La Fortuna Feliz.

Capitulo Único

En los confines de la siempre pintoresca (y a veces sospechosamente tranquila) provincia de Guanacaste, donde el sol besa las playas con una devoción casi religiosa y los congos anuncian los chismes locales con sus aullidos, emergió la figura peculiar de Don Evaristo "Varo" Cascante. Su llegada al apacible (y convenientemente olvidado) cantón de La Fortuna Feliz fue tan discreta como la aparición de un perezoso en una manifestación, pero sus efectos se sintieron con la rapidez de un aguacero tropical.
Don Varo, un señor de media edad , con una calva tan lustrosa que parecía reflejar los atardeceres dorados de la costa y unos ojos que brillaban con la astucia de un mapache acechando mangos maduros, se instaló en el corazón de La Fortuna Feliz. Este era un lugar donde el tiempo transcurría a la velocidad de una carreta tirada por bueyes, donde las casas de colores chillones contaban historias de siestas prolongadas y donde la única emoción era el regateo ocasional en el mercado del pueblo.
Su primera movida fue de una generosidad tan llamativa como la de un pavo real en un gallinero. De la noche a la mañana, la plaza central, antes un terreno baldío donde los perros jugaban a enterrar huesos y los borrachos dormían la mona bajo la sombra de los almendros, se transformó en un edén tropical. Brotaban orquídeas de colores estridentes, una fuente con forma de tortuga gigante escupía agua cristalina, y bancas de teca barnizada invitaban a la contemplación (y a la siesta, claro).
El asombro local fue directamente proporcional a la sorpresa. ¿Quién era este benefactor repentino que había embellecido su rincón olvidado con semejante despliegue de buen gusto (o quizás, de fondos sospechosos)? Don Varo no tardó en hacerse presente, con una humildad tan impostada que parecía sacada de un manual de autoayuda para aspirantes a santo.
"Solo soy un modesto servidor," declaraba con una voz melosa como el jugo de caña, "que ha tenido la dicha de poder compartir un poquito de pura vida con mis queridos vecinos."
Y así comenzó su reinado de dadivosidad. Don Varo no se limitó a la plaza. Reparó los techos de zinc de las casas más destartaladas (quizás con materiales un poco menos nobles que el mármol de la fuente), donó una colección de novelas de vaqueros a la polvorienta biblioteca municipal, e incluso organizó espectáculos folclóricos con grupos de baile que parecían más interesados en la propina que en la tradición.
La Fortuna Feliz, antes sinónimo de letargo, se convirtió en un inesperado foco de actividad y color, como cuando se derrama azúcar cerca de un hormiguero. Los lugareños, conmovidos, lo miraban con una mezcla de gratitud ingenua y una ligera sospecha, como cuando un turista gringo paga de más por un gallo pinto. Lo llamaban "Don Bondadoso", "El Samaritano de la Fortuna", y algunos, con un dejo de incredulidad, murmuraban que debía tener contactos muy, muy buenos.
Sin embargo, en los toldos de los comedores y en las conversaciones bajo los árboles de mango, comenzaron a surgir algunas voces escépticas. Doña Chayo, la dueña del bar "El Sabor Tico", una mujer con la lengua más afilada que un machete y una memoria que archivaba cada detalle como un disco duro, era una de ellas.
"Mucha bondad junta huele a chamusca," sentenciaba mientras preparaba un guaro de contrabando con una sonrisa pícara. "Nadie siembra en tierra ajena sin esperar cosechar votos, perdón, mangos."
Sus dudas resonaban en la mente de Don Rafa, el viejo maestro de escuela jubilado, un hombre que había visto pasar más políticos prometiendo el oro y el colibrí que amaneceres en la playa.
"Y esos carros con vidrios polarizados que visitan a Don Varo de noche," comentaba con un tono cargado de doble sentido, "no creo que vengan a rezar el rosario precisamente."
Mientras tanto, Don Varo continuaba su desfile de generosidad. Fundó un centro comunitario con canchas de baloncesto relucientes (aunque curiosamente ubicadas en terrenos de su propiedad), subvencionó un periódico local llamado "La Voz de la Fortuna" cuyas páginas estaban repletas de noticias positivas sobre sus obras y entrevistas aduladoras.
Su popularidad se inflaba como un pez globo. Los políticos de la capital, que antes solo ubicaban La Fortuna Feliz en el mapa cuando buscaban playas baratas para sus vacaciones, comenzaron a peregrinar al cantón, buscando su bendición y, sobre todo, su caudal de votos recién cultivado. Don Varo los recibía con una sonrisa enigmática, escuchaba sus promesas con la paciencia de un cura ante un pecador contrito, y ofrecía café chorreado en tazas de cerámica pintada.
Fue entonces cuando se anunció la candidatura a la presidencia de la República del joven y ambicioso abogado Fabricio "Fabri" Bermúdez, un hombre con el carisma de un vendedor de enciclopedias y la labia de un tucán en celo. Don Varo, para sorpresa de nadie que tuviera dos dedos de frente, le brindó su apoyo incondicional.
"El licenciado Bermúdez," proclamó con una solemnidad teatral en un discurso pronunciado en la plaza ahora florida (y convenientemente llena de cámaras de televisión), "es el líder que Costa Rica necesita. Su visión de progreso, su energía desbordante y su compromiso con el bienestar de todos es, eh... admirable."
El respaldo de Don Varo fue el empujón que "Fabri" Bermúdez necesitaba para catapultarse en las encuestas. La Fortuna Feliz, antes un remanso de indiferencia electoral, se movilizó con el fervor de un equipo de fútbol en la final. Los afiches con la sonrisa fotogénica de Fabri empapelaron los postes de luz, y los voluntarios, muchos de ellos jóvenes que casualmente trabajaban en los negocios recién inaugurados de Don Varo, recorrían las calles con un entusiasmo sospechosamente bien financiado.
Fabricio Bermúdez ganó las elecciones con una holgura que sorprendió a propios y extraños. Su primer decreto presidencial fue nombrar a Don Evaristo Cascante "Benemérito de la Patria" y otorgarle la Orden Nacional Juan Mora Porras Fernández en su grado más alto.
La Fortuna Feliz celebró el triunfo como si fuera propio, sintiéndose parte del ascenso meteórico del nuevo presidente y orgullosa de su magnánimo benefactor. Pero Doña Chayo y Don Rafa intercambiaban miradas que decían más que mil discursos políticos.
Poco después de la toma de posesión, comenzaron a ocurrir cosas "interesantes" a nivel nacional. Contratos estatales multimillonarios se otorgaban a empresas recién creadas y con conexiones "peculiares". Leyes que casualmente favorecían ciertos intereses económicos se aprobaban con una velocidad pasmosa. Y las comunidades más necesitadas, que esperaban las promesas de campaña con la paciencia de Job, veían cómo sus proyectos eran postergados sine die.
"¿No les parece curioso?" preguntó Doña Chayo a sus clientes habituales en el bar, mientras servía un trago doble de Cacique. "Tanta belleza en La Fortuna, ¿y ahora el país parece tener una indigestión de corrupción?"
Don Rafa añadió, mientras jugaba una partida de dominó con un vecino: "Y esos asesores misteriosos que siempre acompañan al presidente... algunos tienen un aire familiar a los que visitaban a Don Varo, ¿verdad?"
La verdad, como un mono araña columpiándose entre las ramas, comenzó a hacerse visible, aunque muchos prefirieran mirar hacia otro lado. Los actos de generosidad de Don Varo no eran precisamente actos de caridad desinteresada. Su inversión en La Fortuna Feliz había sido una jugada maestra, una plataforma de lanzamiento para su candidato y, a través de él, para ejercer una influencia discreta pero efectiva en los entresijos del poder.
El centro comunitario no solo ofrecía canchas de baloncesto, sino también un centro de operaciones políticas encubierto. El periódico local no solo informaba, sino que también cultivaba una opinión pública favorable a sus intereses. Los espectáculos folclóricos no solo entretenían, sino que también servían como reuniones secretas donde se tejían estrategias y se repartían favores.
"El fin justifica los 'arreglos'," parecía ser el lema no oficial de Don Varo. Las orquídeas en la plaza, los libros en la biblioteca, los bailes folclóricos... todo había sido parte de un plan maquiavélico para ganarse la confianza de un cantón olvidado y utilizarlo como catapulta hacia la cima del poder.
La máscara del desinteresado altruista comenzó a desmoronarse con la misma rapidez que un castillo de arena durante la marea alta. Los habitantes de La Fortuna Feliz, que antes lo vitoreaban, ahora lo miraban con el mismo recelo con el que se mira una serpiente coral. Se sentían manipulados, como marionetas en un espectáculo grotesco donde la bondad era solo un disfraz para la ambición desmedida.
Un joven que trabajaba en el centro comunitario encontró por casualidad unos correos electrónicos comprometedores en una computadora olvidada. Eran intercambios entre Don Varo y el presidente Bermúdez antes de las elecciones, donde se detallaban los beneficios que el benefactor recibiría a cambio de su apoyo: concesiones de obra pública sin licitación, exoneraciones fiscales sospechosas y una influencia directa en los nombramientos claves del gobierno.
La noticia corrió por La Fortuna Feliz más rápido que un chisme en boca de vecina. La indignación floreció con más fuerza que una Guaria Morada en semana santa. La fuente con forma de tortuga pareció llorar lágrimas de decepción, y las bancas de teca se sintieron tan frías como la conciencia de un político corrupto.
Una multitud enardecida se congregó frente a la lujosa residencia de Don Varo, exigiendo respuestas. Él salió al balcón, con su calva brillante ahora cubierta de gotas de sudor nervioso y sus ojos antes astutos ahora llenos de una mezcla de sorpresa e ira.
"Vecinos, compatriotas," comenzó a decir con su voz melosa, que ahora sonaba tan falsa como una moneda de chocolate. "Todo lo que hice, lo hice por el progreso de La Fortuna..."
Pero sus palabras fueron ahogadas por los gritos de la multitud, que ahora coreaba consignas poco amables y lanzaba frutas podridas. Se sentían traicionados, engañados por aquel que se había presentado como el salvador de su cantón.
La historia de Don Evaristo Cascante se convirtió en una leyenda agridulce en Guanacaste. Se hablaba de él con una mezcla de sorna y resentimiento, como de un mal recuerdo que preferirían olvidar. Su ejemplo sirvió como una lección irónica sobre las apariencias engañosas y las oscuras motivaciones que a menudo se ocultan tras la fachada de la filantropía tropical.
La Fortuna Feliz nunca volvió a ser tan ingenua. La belleza que Don Varo había sembrado se marchitó bajo el sol inclemente de la desconfianza. La plaza volvió a ser un lugar donde los perros jugaban y los borrachos dormían, pero ahora con una atmósfera cargada de cinismo.
En el bar "El Sabor Tico", Doña Chayo seguía sentenciando con una sonrisa sardónica: "Se los dije... nadie riega orquídeas gratis en esta selva." Don Rafa asentía en silencio, mientras recordaba la frase de Milton Friedman "no hay almuerzo gratis", su mirada cargada de la sabiduría amarga de quien ha visto demasiados altruistas con pies de barro.
Porque en la jungla de la política costarricense, como en los senderos intrincados de sus parques nacionales, las intenciones rara vez son transparentes, y la verdad a menudo se disfraza con la exuberante vegetación de la demagogia. Y el fin, con la astucia de un mono cariblanco, siempre encuentra la manera de justificar los medios, dejando tras de sí un paisaje desolado de promesas rotas y la irónica certeza de que en el pura vida, a veces, la pureza brilla por su ausencia. La Fortuna Feliz, con su breve espejismo de prosperidad y su posterior desencanto, fue un monumento sarcástico a esta verdad tropicalmente amarga.




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