Hace muchos milenios, en un mundo de magia y maravillas, vivían dos jóvenes elfos llamados A y B. Eran dos seres destinados a estar juntos, pero una antigua y cruel ley prohibía que los elfos de diferentes casas se enamoraran. A pertenecía a la Casa del Sol, mientras que B a la Casa de la Luna, dos familias que habían estado enemistadas durante siglos.
A pesar de las adversidades y los peligros, A y B se enamoraron profundamente, y su amor era tan brillante como el sol y tan suave como la luz de la luna. Se encontraban en secreto en los bosques mágicos que dividían las tierras de sus casas, bajo la luz de las estrellas, donde nadie podía verlos. Su amor era un secreto compartido solo entre ellos y las criaturas mágicas del bosque.
Pero un día, mientras estaban juntos en su escondite secreto, fueron descubiertos por los elfos de sus casas. La noticia de su amor prohibido llegó a oídos de los líderes de ambas casas, quienes enfurecidos por la transgresión de la ley, castigaron a A y B separándolos para siempre. Los enviaron a dos extremos opuestos del mundo elfo, donde estarían destinados a vivir sus vidas separados, sin esperanza de volver a verse.
Los años pasaron, y el dolor de la separación se hizo insoportable para A y B. Cada uno miraba el sol y la luna en el cielo, anhelando el día en que pudieran estar juntos nuevamente. Su amor era tan puro y poderoso que finalmente se manifestó en ellos como un poder divino. A se convirtió en el dios del sol, mientras que B se convirtió en el dios de la luna, dos divinidades que iluminaban el mundo con su amor eterno.
Pero incluso como dioses, no podían estar juntos como solían hacerlo. Sin embargo, una vez cada un siglo, en el día más largo y la noche más corta, cuando el sol y la luna se alineaban en el cielo, A y B podían verse brevemente. En ese momento, el mundo experimentaba una paz y armonía que nunca antes se había visto, ya que el amor de los dioses del sol y la luna se derramaba sobre todas las criaturas vivientes.
Cada siglo, durante ese fugaz encuentro celestial, A y B se miraban con amor desde sus dominios divinos. Sus lágrimas se convertían en estrellas y estrellas fugaces, recordándoles a todos que el amor verdadero puede superar cualquier obstáculo, incluso la distancia entre el sol y la luna.
Y así, a lo largo de los siglos, A y B encontraron consuelo en su amor eterno, sabiendo que, aunque separados por la eternidad, siempre se encontrarían una vez cada un siglo.