«No sé cómo explicarlo, pero cuando estoy contigo, todo en mí encuentra paz, como si nuestras almas supieran que siempre han estado juntas, incluso antes de este momento».
Al día siguiente, sentada en el lujoso escritorio de su oficina de presidencia, Giulia teclea datos en su computadora.
—Dime la verdad —pide Carlo Castelli, su asistente personal y mejor amigo, sentado frente a ella, quien la mira fijamente—. Anoche cogiste, ¿sí o no?
—No —contesta con esa sequedad irritante que la caracteriza, sin siquiera apartar la vista de la pantalla.
Carlo suspira, decepcionado.
—Se te nota —lamenta su amigo.
Giulia se detiene, alzando una ceja.
—¿Cómo que se me nota? —pregunta, mientras deja de escribir y se quita las gafas de lectura.
—Sí, mírate —le señala los hombros—. Estás más rígida que la coleta, esa que tienes hecha —hace un gesto agitando sus propios hombros—. Y ni hablemos de tu espalda.
—¿Qué tiene mi espalda? —replica, frunciendo el ceño.
—Ganas de coger —dice abriendo los ojos exageradamente para enfatizar sus palabras.
Giulia no puede evitar reír divertida.
—Para ti, todo es coger, Castelli —reprocha, se coloca las gafas y vuelve los ojos a la pantalla.
—Cuando empieces a hacerlo, sabrás por qué lo digo.
—Por ahora, no me interesa —responde ella, con ese tono frío que usa cuando quiere cerrar una conversación.
—Anda, dime la verdad. ¿No hubo nadie que te llamara la atención?, ¿ni siquiera un poco? —suplica, esperanzado—. Me niego a aceptar esa jodida frigidez de la que habla tu ginecólogo… ¿Cómo era?… Trastorno de la… vagina…, no sé qué…
Giulia se ríe suavemente.
—Trastorno del deseo sexual hipoactivo —lo corrige, restándole importancia.
—Esa mierda —hace una mueca de asco—. Yo aún no me lo creo. Para mí, simplemente no has encontrado al hombre indicado.
—Tú y yo lo intentamos, ¿recuerdas? —le pregunta, alzando una ceja—. Si no funcionó contigo, que eres el único hombre al que amo, no tengo remedio.
—En ese entonces, estábamos en la universidad, éramos unos críos —protesta Carlo—. Ni siquiera sabíamos lo que estábamos haciendo.
—Tú te excitaste —lo molesta con una sonrisa pícara—. Te vi muy duro y dispuesto.
—Eres una ricura, mia Giuli. Mírate. Eres deliciosa —le guiña el ojo con un gesto insinuante—. Era imposible que mi general no reaccionara contigo —ambos ríen, con complicidad.
Giulia es la única mujer de la cual Carlo se ha sentido atraído sexualmente, la ama con todo su corazón, desde mucho antes de aceptar abiertamente su homosexualidad. Giulia, durante un tiempo, pensó también estar enamorada de él, pero, descubrió que, en realidad, solo era una chispa pasajera. Ahora, todo ese amor se ha transformado y ambos se quieren profundamente, pero como dos hermanos.
—Hubo… alguien —admite ella, tratando de sonar indiferente.
—¡Lo sabía! ¿Y? —pregunta, entusiasmado y se inclina hacia adelante, lleno de curiosidad.
—Resultó más obsesionado por el trabajo que yo —levanta los hombros, como si no fuera gran cosa.
—¡Cuéntame, maldita sea! —exige Carlo—. O me dará algo.
—Bambina, qué dramática eres.
—Habla, Moretti —exige serio.
Giulia suspira, resignada.
—Hablábamos, me pareció sexy, encantador, divertido, me hizo reír.
—¡Te hizo reír! —exclama sinceramente sorprendido.
—Luego, le entró una llamada “laboral” y se fue. Eso es todo.
—¿En serio? —pregunta casi que furioso—. ¡Es un jodido hijo de…!
—Me dijo que se iba de viaje y que se hospedaría en el Hotel Miramalfi —lo interrumpe y lo dice como si hablara del clima.
—Ah, ok, no es un jodido hijo de puta, solo hijo de puta… a secas.
—Se casa en dos semanas, igual que yo. Un matrimonio por contrato. Creo que solo quiere una aventura antes de condenarse a un año de celibato forzoso.
Carlo la mira detenidamente.
—¿Qué? —le pregunta Giulia, extrañada.
—Lo estás considerando, ¿cierto? —la mira con picardía—. De lo contrario, no me lo habrías mencionado.
Ella hace un gesto casual y sonríe como si no tuviera importancia.
—Lo he pensado, sí.
Carlo se levanta de su asiento, rodea el escritorio y se inclina hacia ella, apoyando las manos a ambos lados de su silla. Acorrala a Giulia juguetonamente, acercándose lo suficiente para susurrar en su oído.
—¿Se te mojaron las bragas, cierto? —pregunta en un susurro suspicaz.
Editado: 21.11.2024