«En este juego de ajedrez que llamamos vida, cada movimiento es una batalla silenciosa, donde el triunfo se mide en sonrisas y derrotas disfrazadas».
Riccardo Rossi recorre el pasillo con pasos firmes y medidos mientras avanza hacia la habitación que le espera al final del recorrido. Los sonidos amortiguados y las luces tenues cubren el ambiente en un aire de misterio, en el que se respiran secretos, dominio y mucho poder.
En esa zona apartada de su casa, las paredes, decoradas en terciopelo negro, absorben el poco resplandor que emiten las luces rojas y púrpuras que realzan cada detalle de ese ambiente inquietante.
Cuadros de escenas sugestivas cuelgan a intervalos, mostrando figuras en posiciones de sumisión y dominio; imágenes que capturan la esencia de su mundo secreto y que intensifican la atmósfera de ese entorno diseñado para la total entrega y el absoluto control.
Riccardo se detiene frente a una puerta de madera oscura, su mano se posa sobre el pomo y, con un leve giro, entra sin titubear. La habitación está apenas iluminada por una luz rojiza.
Sus ojos, oscuros y profundos, recorren el lugar. Cadenas, esposas, cuerdas, andamios y otros instrumentos están dispuestos cuidadosamente, para su uso exclusivo. Riccardo se muestra inmutable y su postura amenazante es sobrecogedora.
Frente a él, su presa se encuentra en silencio, quien, minutos antes, fue preparada por uno de sus sirvientes de confianza. Está inmovilizada boca abajo, sobre un potro de cuero, sin ropa y con las muñecas y los tobillos firmemente sujetados. Riccardo se acerca, y con movimientos precisos, repasa con la punta de sus dedos los accesorios de cuero que le rodean las muñecas; revisa cada hebilla, cada amarre. Su tacto es meticuloso, seguro, calculador.
La presa, excitada y expectante, se mantiene en calma, entregada al momento, respirando profundamente bajo la quietud del control de su depredador.
—Amo… —susurra con absoluta sumisión.
—No te he dado permiso para hablar —reprende Riccardo, con voz severa, mientras se desabrocha el cinturón que luego descarga cuatro veces contra sus glúteos, dejándolos marcados y enrojecidos—. Solo lo harás cuando te lo ordene, ¿entendido?
No recibe respuesta verbal, pero el ligero asentimiento de su cabeza, le basta. Riccardo sonríe con suficiencia. No le gusta hablar ni intimar con su presa de turno, la cual está ahí solo para un propósito: Satisfacer sus deseos más oscuros y retorcidos.
Tiene varios cuerpos bajo su dominio, los cuales escoge dependiendo de la forma en cómo se quiera divertir y desahogar en el momento.
Deja el cinturón a un lado y toma en sus manos un pequeño látigo trenzado, y luego de recorrerle la espalda y los muslos con él, da el primer latigazo. La ligera música sugestiva de fondo se mezcla con un chasquido nítido, y la piel desnuda tiembla de manera apenas perceptible.
Cada nuevo golpe es preciso, medido. Vigila cada reacción de su presa con fascinación, disfrutando del poder que ejerce sobre ella. Los latigazos aumentan en frecuencia e intensidad hasta que decide que ha tenido suficiente.
Deja el látigo a un lado y se inclina, susurrándole palabras de humillación que solo ellos dos pueden escuchar y que elevan la excitación de ambos.
—Ya puedes hablar. —Su tono siempre es bajo y controlado, pero la severidad en su voz deja claro quién es el que está al mando.
—Gracias, mi amo —agradece entre jadeos sofocados por el dolor y el placer. La obediencia ante su instrucción refuerza la sensación de dominio que tanto disfruta.
Riccardo recorre con la mirada cada línea y curva del cuerpo atado y lastimado frente a él, tomándose su tiempo, como si estuviera apreciando su obra maestra. El ambiente se siente sofocante, lleno de una tensión que, para él, es tan exquisita como un vino añejo.
Retoma las herramientas dispuestas junto a él, eligiendo ahora una pequeña fusta. Con movimientos calculados, permite que la punta le roce la piel herida, sin prisa, provocando una serie de estremecimientos que parecen satisfacerlo profundamente.
Cada impacto de la fusta es seguido de una pausa, un instante en el que Riccardo observa el efecto de su dominio, como un artista que evalúa la reacción de su obra en el espectador.
Le mete la mano en la entrepierna y palpa su excitación. Motivado por su respuesta y sus gemidos ahogados, se deshace de su ropa y sin cortesías, ni contemplaciones, le abre las piernas y entra de una sola estocada.
Arremete en su interior con violencia, dejando salir con golpes, mordidas, insultos y vejaciones esa parte oscura y perversa que habita dentro de él y que solo encuentra alivio en el despiadado acto sexual. Ambos se rinden al papel que desempeñan y se entregan, sin restricciones ni límites, al placer doloroso e inexplicable que aquella práctica particular desata en ellos.
Para Riccardo, ese lugar y lo que ocurre ahí son partes de su vida tan secretas como retorcidas. Nadie sospecha que tras su fachada de hombre serio y moralista se oculta un mundo de deseos oscuros.
Editado: 21.11.2024