«El miedo se cierne en mi pecho,
la duda arrastra su sombra pesada,
y en la intensidad de este trémulo deseo,
siento que amarte es caer en un abismo sin fin».
Giulia despierta en la penumbra de la madrugada. A su lado, Franco duerme en silencio con su rostro muy cerca del suyo. Ella lo observa por un rato, con sus ojos, todavía adormecidos. Está acostado de medio lado, con el cabello ligeramente despeinado, sus labios apenas entreabiertos y el rostro relajado. Su respiración es profunda, constante, y cada vez que exhala, ella siente una paz incomprensible y una sensación de plenitud absoluta, como si todo en su vida hubiera estado incompleto, hasta ahora.
Levanta la mano, llevándola hacia él. Sus dedos rozan el mechón de cabello que ha caído sobre su frente con una ternura que rara vez se permite, y lo acomoda delicadamente hacia un lado. La yema de sus dedos roza apenas su piel.
Repara su atractivo rostro, como esculpido por los mismos dioses; observa la sombra de sus pestañas cerradas que descansan sobre los pómulos, la leve curva de sus labios y por unos segundos, se permite quedarse así, dibujando con la mirada cada detalle.
Nunca antes había sido capaz de dormir al lado de un hombre. Solo dos han compartido su cama: Pablo, su abuelo, quien desde niña la dejaba acomodarse en su regazo, rodeándola con un amor profundo y sincero que siempre calmaba sus miedos, le brindaba paz y seguridad.
Aún ahora, cuando lo visita, se escabulle en las noches y duerme junto a él, como si el tiempo no hubiera pasado y ella fuera la misma pequeña asustadiza, solo que ahora lo hace solo por llenarse de su calor y sensación de protección.
El otro es Carlo, su mejor amigo, quien le ofrece una confianza única, permitiéndole descansar junto a él sin reservas ni temores.
Ningún otro hombre, y mucho menos un desconocido, había logrado algo similar. Sus experiencias anteriores en la intimidad fueron agrias y tortuosas. Nunca pasaban de la primera penetración, ya que el malestar de la resequedad la obligaba a apartarse, incapaz de soportar el acto.
Lo intentó dos o tres veces, pero después de cada fiasco decidió cerrar esa puerta en su vida y no abrirla de nuevo. Hasta esa noche, cuando, por primera vez, sintió algo distinto.
El aroma y el calor de su cuerpo, su respiración tranquila, la suavidad de su toque, todo parecía haber encajado de una forma tan natural, tan serena, que ni siquiera Giulia podía comprender cómo había llegado a este punto.
Esta vez, fue una revelación, una descarga que la hizo olvidar sus barreras, su propio control. Fue como si él tuviera la clave para deshacer cada nudo emocional que tanto se había esforzado en tejer a lo largo de los años.
Por un momento, piensa que tal vez todo lo que había vivido hasta ahora era solo un atisbo de lo que en verdad significaba la cercanía y la intimidad con un hombre. Por primera vez en su vida, algo en su interior le susurra que esta vez podría ser diferente, que tal vez, solo tal vez, lo que ha vivido esa noche no es solo una aventura, sino un comienzo. Y esa idea la aterra profundamente.
Con suavidad, Giulia se incorpora, desliza las sábanas de su lado, sin hacer ruido, procurando no perturbar el sueño profundo de Franco. Decide que es momento de levantarse antes de que sus pensamientos se desvíen hacia una dirección que ella misma no quiere admitir.
Toma su bata de seda, se la pone y se la ajusta con cuidado, dejando que el suave tejido acaricie su piel. Sus manos van a su cabello, acomodándolo con un gesto sencillo, dejándolo caer sobre su espalda. Entonces, con un último vistazo a Franco, se dirige hacia el balcón de la suite y abre un poco las puertas.
El aire fresco la recibe en cuanto cruza el umbral, llena sus pulmones, le acaricia el rostro y juega con su cabello. Frente a ella, el océano se extiende hasta donde alcanza la vista. Aún está oscuro, pero en el horizonte se atisba el primer signo del alba, una franja tenue y difusa que empieza a romper las sombras.
La luna, aún visible, flota grande y débil, dominando el cielo con su resplandor pálido, como una vigía solitaria que parece custodiar la madrugada. Las olas avanzan lentamente hacia la orilla, y el sonido del agua acariciando la arena es suave, casi embriagador; un ligero rumor que poco a poco se va desvaneciendo en la distancia y que invita a perderse en la inmensidad del océano, y dejar que las preocupaciones se desvanezcan con la espuma.
El firmamento poco a poco comienza a transformarse bajo los primeros destellos de luz. Esa mezcla de claridad y oscuridad le recuerda su propio interior, sus deseos enfrentados con sus obligaciones.
No puede permitirse perderse en emociones que no ha invitado, en impulsos que no quiere. Ella tiene una vida trazada, un compromiso matrimonial que, aunque odie, debe cumplir. Su palabra tiene valor, y está comprometida en cada promesa que ha hecho.
Editado: 21.11.2024