«Los rostros que antes conocí, ahora son enemigos,
y sus palabras, veneno que se clava en mi pecho,
pero no me doblo, no me callo,
porque lo que me pertenece, lo recuperaré».
El silencio reina en el apartamento, interrumpido solo por el sonido leve y pausado del coñac que cae dentro de un vaso. La decoración es refinada y moderna, con muebles oscuros de cuero que emanan elegancia.
Un hombre, de porte distinguido y mirada impenetrable, contempla la ciudad desde la ventana que abarca toda una pared, mostrando un panorama completo de la urbe iluminada.
Toma un sorbo de coñac y se sienta en un enorme sillón en medio de la sala. En una mano sostiene el vaso y en la otra su teléfono móvil que vibra con una llamada entrante.
—Todo está listo. —La voz en el otro lado de la línea, fría y calculadora, le informa con todo detalle—. El pececito está a la deriva en medio del mar, exactamente como acordamos. Me ocupé de retirar todas las luces de bengala, el bote de emergencia y cualquier otro recurso que pudiera darle una oportunidad de regresar —dice con complacencia—. La radio también está averiada, así que no habrá forma de que logre pedir ayuda.
El hombre en el sillón observa la ciudad en calma mientras escucha. Su expresión se relaja y una sonrisa lenta, casi siniestra, se dibuja en su rostro. Durante horas, había guardado en silencio, con los músculos tensos y el rostro inmutable, como una estatua.
Con el paso de los minutos la expectación se apoderaba de cada rincón de su mente. Sus ojos apenas se despegaban del teléfono sobre la mesa de cristal, esperando el destello de esa llamada que confirmara que todo había salido como lo planeó.
—Perfecto. Has hecho un excelente trabajo —responde, dejando caer las palabras con satisfacción—. Contarás con un bono extra por tu… dedicación. Asegúrate de limpiar cualquier indicio, cualquier rastro que pueda apuntar hacia mí. No puedo permitirme cabos sueltos.
—No se preocupe. Nunca dejo cabos sueltos —La voz en el otro extremo se escucha fría, como quien ya tiene todo calculado—. Nadie podrá encontrar la menor conexión entre usted y esta… tragedia. Tampoco podrán deducir quién movió las piezas de este tablero. Él simplemente se desvanecerá en el mar, como una sombra que no se podrá rastrear. Todo quedará como un incidente desafortunado.
—¿La reservación en el hotel? —pregunta prevenido.
—Ya fue cancelada. Nadie en ese lugar notará su ausencia.
La llamada termina. El hombre guarda el teléfono en su bolsillo y, con un suspiro de regodeo, bebe el coñac en un largo sorbo. La fría quemazón del licor se desliza por su garganta, acentuando la sonrisa retorcida que se amplía en sus labios. Todo está saliendo como quiere y se permite, por fin, disfrutar de su victoria.
Con una satisfacción oscura, camina hacia la barra de licores. Sirve dos copas de coñac añejo y observa cómo el licor ámbar refleja la tenue luz de la habitación, creando sombras doradas sobre el cristal. El líquido se desliza con una calma, casi ceremoniosa. Mientras, él saborea la victoria que aún no termina de materializarse, pero que ya siente en la punta de los dedos.
Con ambas copas en mano, se dirige a la alcoba, donde una mujer lo espera, relajada sobre la cama con la cabeza apoyada en los almohadones de seda. La luz suave ilumina su perfil mientras desliza un dedo en la pantalla de su celular, entretenida en sus redes sociales.
Al verlo acercarse, ella levanta la mirada, y él le extiende el vaso con una media sonrisa, cargada de un placer que solo ella entiende.
—Todo está listo —anuncia, radiante.
Los ojos de ella destellan de alegría y una sonrisa de satisfacción se despliega en su rostro y la embellece de una forma siniestra.
—¿Estás seguro? —pregunta, incapaz de ocultar su entusiasmo.
—Acaban de confirmarme —bebe un trago largo—. Franco Rossi está perdido en altamar —corrobora él, con cada palabra cargada de una certeza fría.
Ella curva los labios en un gesto cruel.
—Espero que muera, lenta y dolorosamente —gruñe, con un brillo despiadado en la mirada.
—Es muy posible que así sea —responde él con una sonrisa cómplice—. Franco es el principal heredero —su tono se enturbia mientras se sienta en el borde de la cama—. Después de su matrimonio con Giulia Moretti, todo pasaría a su nombre y ya no tendríamos oportunidad. Así que, muerto el perro…
—Se acaba la rabia —termina ella, relamiendo cada palabra con deleite.
—Sin Franco al frente, podremos llevar a cabo nuestro plan con éxito. Él era el mayor obstáculo —afirma él—. Giulia Moretti será más fácil de destruir.
Ella entrecierra los ojos, llena de un rencor inclemente.
—No veo la hora de tener a los Moretti y a los Rossi a nuestros pies.
Él toma su mano y le da un beso en la palma, sin apartar la mirada de su rostro, fascinado al ver a la mujer que realmente es, sin la sonrisa falsa ni la fachada que usa frente al mundo. Ahí, en ese momento, es auténtica, cruda y sin máscaras, ni reservas, y eso lo hace quererla mucho más.
Editado: 21.11.2024