El amuleto de Dalkarén

2

Hacía más de diez años que Arton había entrado en la Guardia Real de Pádaror, y poco más de dos que le habían nombrado cabeza insigne de los vigilantes de las Puertas Negras. Este cargo, con nombre pomposo, era el mayor de los que se podía alcanzar dentro de los vigilantes de la puerta. Pero debido a que en los últimos ochocientos años no había acontecido ningún problema importante en la defensa de estas, allí se destinaban a los nuevos integrantes, los novatos que requerían entrenamiento, y a aquellos guardias sancionados por cualquier motivo.

Sin embargo, los turnos de vigilancia se mantenían las veinticuatro horas del día, e incluso de vez en cuando se llegaba a abatir a algún demonio alado.

Arton jamás olvidaría ese día, el día en que salió de las Puertas Negras para ir a la torre del homenaje de Dorko. Era invierno, se encontraba junto a un pequeño fuego en su estudio, comprobando informes de suministros y de necesidades urgentes de adquisición de carbón, cuando sonó la alarma en las puertas. Al principio, pensó que se trataba de la alarma de un demonio volador, del cual se encargarían los halcones o magos, pero enseguida se percató de que la campana que tañía, lo hacía con un sonido más grave, un segundo más tarde reconoció aquel sonido como la alarma de ataque por tierra.

Sin pensarlo un momento, cogió la espada, que descansaba apoyada en el escritorio, y salió incrédulo todavía hacia el exterior. Ni siquiera recordaba historias antiguas sobre un ataque a pie a las puertas.

Se dirigió veloz al puesto de vigilancia donde ya se aglomeraba la guardia mirando hacia los Páramos Sombríos. Alguien señaló a un punto a no más de dos millas y, aunque con dificultad, pudo distinguir una sombra blanca sobre la nieve que se dirigía hacia las puertas en línea recta. Su camuflaje era casi perfecto, y con solo pestañear podías perderlo de vista.

A su lado llegó el garra de halcón, peinado con cinco trenzas acabadas en una pequeña pluma roja de halcón. Este se encargaba del mando de los halcones allí en la muralla y, olvidándose de saludarlo como era debido, directamente le preguntó:

—¿Abrimos fuego?

Arton comprobó que todos los arcos se encontraban tensados y prestos a hacer diana a la sombra que se acercaba.

—No disparéis, aunque permaneced alerta. Vamos a esperar a ver qué es exactamente.

La sombra siguió acercándose sin mirar siquiera hacia arriba. Cuando llegó a la puerta se dirigió hacia un lado y comenzó a buscar algo. De repente, desde un hueco excavado en la roca, junto al puesto de vigilancia, surgió una voz seca:

—Th’oman, vigilante del Páramo Sombrío, hijo de los descendientes de Dalkarén, último habitante de Tuberton, solicita que las Puertas Negras se abran y que sus hermanos le acojan en su seno.

Los murmullos, que no habían cesado desde que se dio la alarma, acallaron y todas las miradas se volvieron hacia Arton con expresión atónita. Había documentos en los que se relataba que antiguamente existía un poblado de humanos y hechiceros en el corazón del Páramo Sombrío. Tuberton lo llamaban. Dicho emplazamiento tenía como misión evitar que los engendros se reagruparan y que sus poblaciones crecieran en exceso. Era un sitio realmente peligroso, pero también llamativo para todos aquellos que querían alcanzar la gloria y el respeto de cualquier persona. Incluso para conseguir el grado de mago, se requería que se pasase en dicho poblado al menos seis meses y que se diera caza a tres engendros. Sin embargo, tal y como contaban las crónicas de Pádaror, hacía en torno a seiscientos treinta años, una expedición que llevaba víveres a Tuberton, la encontró totalmente arrasada. Solo hallaron cadáveres calcinados o huesos roídos hasta la médula. La expedición volvió a toda prisa para dar la noticia, y el rey de Pádaror consideró demasiado peligroso volver a reconstruir Tuberton. Así fue como se cerraron las Puertas Negras para siempre.

Sin embargo, ahora, bajo ellas se encontraba alguien que solicitaba que se abrieran para él y, además, utilizaba el santo y seña que hacía más de seiscientos años que nadie escuchaba.

—Bajad el elevador y subid a ese hombre. En el elevador no quiero a nadie, pero cuando llegue arriba, quiero todos los arcos con una flecha encajada en ellos y las espadas desenfundadas. Magos, cread salvaguardas contra proyectiles y estad también alerta. Si veis cualquier movimiento raro, calcinadlo.

Durante un minuto hubo un gran alboroto. Todo el mundo se preparaba en su puesto y había que cambiar los engranajes del elevador para que este bajara por la cara norte. Una vez hecho esto, se hizo de nuevo un largo silencio que no se rompió hasta que el elevador llegó con Th’oman a lo alto de las Puertas Negras.

—¡Vaya! La verdad es que esperaba que me recibierais con un poco de té y no con espadas, pero supongo que no se puede esperar otra cosa de un pueblo de traidores como es el vuestro —espetó Th’oman.

Estas palabras, cargadas completamente de odio, hicieron que todo soldado presente se revolviera incómodo, pero era un ejército muy bien entrenado y nadie osó hablar o moverse de su puesto sin que antes se lo hubiera indicado su superior.

—No tengo tiempo para juegos —respondió Arton con voz sosegada—. Decidnos quién sois, cómo habéis llegado aquí y qué buscáis.

—Soy Th’oman, último vigilante del Páramo Sombrío. Y respecto a lo que busco..., pues, sinceramente, no lo sé muy bien, supongo que simplemente estoy huyendo hacia una vida un poco más cómoda.

Tras un momento de duda, Arton optó por la única opción aceptable.

—Entrega tus armas. Te prometo que mientras estés bajo mi protección nadie osará hacerte daño. Serás conducido hasta nuestro rey y vigilante supremo de las puertas negras, el rey Dorko.

—Está bien. Supongo que después de abandonar a mi pueblo a su suerte, después de que rompiera su palabra de proporcionarnos suministros y reemplazo para las tropas y los magos, después de abandonarnos al olvido, supongo que algo tendrá que decir.



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En el texto hay: fantasia y magia

Editado: 27.11.2020

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