Aunque Riss e Ymy llegaron muy temprano al recinto de la muralla interna, ya costaba caminar. Como era un recinto que normalmente estaba acotado a unos pocos, ese día, todo el mundo quería pasear por su interior; además, nadie se quería perder la exhibición de arqueros y espadachines y, aunque esa mañana solo era la primera ronda de arqueros, muchos acudían para empezar a conocerlos, y luego en las siguientes rondas realizar apuestas más fuertes sobre las hipótesis que hubieran sacado de esas primeras rondas. Esa consistía en disparar a treinta pasos de distancia cinco flechas. De esas cinco, al menos cuatro debían hacer diana en el círculo central o automáticamente quedaban eliminados de la competición. Aunque pudiera parecer fácil en principio, más de la mitad de los competidores quedaban fuera en esa primera ronda.
—Cada año noto que nos queda menos para poder trasladarnos a vivir aquí, ¿no te parece, Ymy?
—Muchas expectativas tienes tú, pero sí, estoy seguro de que cualquier año de estos lo vamos a conseguir. Yo, de momento, voy a la primera prueba ya mismo, que quiero ser de los primeros en tirar, antes de que venga más gente, no vaya a ser que me pongan nervioso. Pero antes si te parece... ¿Vamos a verlo?
—Por supuesto —contestó Riss, y ambos se dirigieron hacia las gradas.
Existían dos gradas: unas situadas junto a la torre del homenaje, las cuales estaban reservadas para la Guardia Real y los halcones; y otras junto a la muralla para el resto de personas. A estas últimas fue a las que se dirigieron Riss e Ymy, pero no para ver la competición que acababa de comenzar, sino lo que se encontraba justo al otro lado, justo encima de las gradas de los guardias. Allí se hallaba un gran balcón desde donde disfrutaba el rey de las finales de la competición, y justo encima, con grandes letras, se podía leer:
Cuando las tradiciones se rompan, el suelo tiemble y las montañas quiebren su silencio, se sabrá que el periodo de paz y luz ha llegado a su fin. La oscuridad avanza, y el Ejército de Pádaror caerá.
Primera profecía del libro de Luvidine.
Se decía que el rey Abjaul, abuelo del rey Dorko, había hecho que se grabara esta profecía justo encima del balcón, para que así, todo aspirante a pertenecer a la Guardia Real o a Los Halcones supiera que habría un tiempo en que tendría que luchar por esas tierras y que derramaría su sangre por ellas. Muchos magos estudiosos habían realizado diferentes interpretaciones de la profecía, aunque la claridad de esta dejaba poco a la invención. Sin embargo, sí que habían puesto de manifiesto diferentes puntos de que se llevara a cabo, por supuesto, el más aceptado era que, aunque Pádaror cayera, eso no significaba que se fuera a perder la guerra. De todas formas, eso había pasado de causar un gran revuelo cuando se realizó esa inscripción a ser una simple anécdota para contar a los más jóvenes que venían por primera vez a ver el torneo de primavera. De hecho, hacía casi ochocientos años que no existía ningún caminante del tiempo, y ya se empezaba a dudar de que hubieran existido alguna vez o que sus profecías fueran ciertas. ¿Cómo alguien que vivió hace más de mil años iba a prever algo que pasaría tanto tiempo después? Sin embargo, a Riss y a Ymy, esa inscripción seguía tirando de ellos año tras año, y siempre lo primero que hacían cada primavera era visitarla.
Estaban observando dicha inscripción cuando algo un poco más abajo llamó su atención. Justo en el palco real, apareció el rey Dorko en compañía de una singular comitiva. Se trataba de cinco magos. Bueno, mejor dicho, de una aprendiz de mago, pues su túnica naranja la ponía de manifiesto rápidamente, de tres grandes magos y de una señora de la magia. Riss estaba acostumbrado a verlos, puesto que en una ciudad como Pádaror siempre había sitio y trabajo para estos, desde la defensa de la ciudad o el estudio de libros antiguos de la gran biblioteca que poseía el rey Dorko, a la exterminación de plagas de ratas o langostas. No obstante, la presencia de grandes magos era algo bastante raro, y más la de tres al mismo tiempo. Los señores de la magia eran los representantes de cada uno de los elementos, y rara vez se les veía fuera de S’ten, lo que hacía más que singular al grupo.
La señora de la magia llevaba una túnica de seda morado pálido con tres grandes cenefas bordadas en violeta oscuro en los puños y cuello. Ese era el color del viento, con lo que se trataba de la señora de los vientos.
Junto a ella, y con el brazo extendido para que apoyara su mano la señora de los vientos, se hallaba un gran mago de la vida, con una túnica verde oscuro y dos cenefas verde esmeralda, representando hojas y tallos de la vid en cuello y puños.
Los otros dos grandes magos no llevaban túnica, pues se trataba de nalantes, y la única ropa que utilizaban era un pequeño taparrabos, pues el resto del cuerpo lo tenían totalmente cubierto por un pelo gris sedoso. Así, Riss e Ymy los identificaron como grandes magos de la luz por las dos grandes bandas blancas que poseían en la uña final de sus alas. Pertenecían a una de las especies más raras de todo el continente. Se decía que los había creado la diosa Antahal, diosa del viento, de donde se había sacado el dicho popular que rezaba: «Tienes más sentido del humor que la diosa Antahal», aunque, claro, siempre se tenía mucho cuidado de no pronunciar ese dicho delante de ningún nalante. Junto con los dragones, era la única especie que podía volar, pero en vez de tener unas alas cubiertas de plumas como cualquier ave, estas consistían en una especie de membranas que se unían con sus pies. Entre las piernas también poseían tal membrana, lo que, junto con sus cortas y finas piernas, les imposibilitaba para andar erguidos sobre estas. En el extremo del ala poseían una gran uña afilada como un sable, pero que nadie sabía para qué se usaba, pues la especie se alimentaba únicamente de peces y fruta, con lo que dicha herramienta parecía carecer de utilidad para dicho fin. Y a mitad del ala, en lo que parecía ser el codo, poseían tres largos dedos que utilizaban para caminar por el suelo. Invertían las alas para apoyar los dedos sobre el terreno, mientras que la punta del ala quedaba apuntando hacia el cielo. Al verlos caminar por el balcón, cualquier persona podía apreciar lo patosos que podían ser en tierra, pero todo aquel que los había visto volar alguna vez se quedaba con la boca abierta y no tenía palabras para expresar la elegancia y agilidad de esos seres en el cielo. Lo difícil era encontrar a alguien que los hubiera visto volar, pues pocas veces salían de su tierra natal, la península de Los Vientos, y cuando lo hacían solía ser al anochecer o al amanecer, con lo que pocos habían tenido esa suerte, y más tan al norte. Sin embargo, lo más curioso no eran sus alas, esa forma extraña de caminar o que tuvieran todo el cuerpo cubierto de un pelo gris fino y abundante, sino su rostro. Por un lado estaba su hocico, en forma de herradura y un poco prominente, cubierto totalmente por pequeños y afilados dientes y, por otro lado, sus ojos; o mejor dicho, la ausencia de estos. Los nalantes no tenían ojos ni orejas. Del hocico hacia arriba solo tenían cuatro hendiduras diagonales, a cada lado de la cara, cubiertas por unas membranas que no dejaban nunca de ondular. Físicamente eran parecidas a las agallas de los peces, aunque con una función totalmente diferente. Se decía que a través de ellas emitían una especie de ruido que nadie más podía oír, pero que al rebotar sobre los objetos, el eco producido les trasmitía la información de todo lo que se encontraba a su alrededor. Riss no sabía si eso era cierto o no, pero lo que sí podía apreciar era que no daban la impresión de estar ciegos, pues, aunque torpes, caminaban con gran seguridad y no dejaban de girar la cabeza de un lado para otro como cualquier persona que no se quiere perder ningún detalle de lo que ve.