Cuando amaneció sobre Pádaror el segundo día del campeonato de primavera, a muchos kilómetros de distancia, entre el límite sur del bosque de Tranya y las Montañas Quebradas, un pequeño lusan llegaba a su destino.
Koriki había sobrevivido a su cautiverio y posterior tortura. Después de dejarse mecer por la muerte, tras poco más de dos horas, había vuelto el aliento a sus pulmones, y su cuerpo había recobrado la vida, aunque con gran debilidad, pues sus heridas eran graves.
Cuando despertó estaba casi totalmente desollado y la carne le ardía al contacto con el aire. Le faltaba una de sus manos y su pie derecho se hallaba en una posición que denotaba que estaba fracturado por, al menos, un par de sitios. Cuando intentó mirar a su alrededor, comprobó que sus cuencas se encontraban vacías.
Pero, sin embargo, su atención se hallaba totalmente centrada en el cuerpo también torturado y mancillado que se encontraba a poco más de tres metros de distancia. A través del otro plano, pudo localizar a su esposa, amiga y amante, Karel, y se arrastró hacia ella. Después, acunando el cadáver entre sus brazos, lamentó su destino varias horas, y habría llorado desconsolado si hubiera tenido ojos.
El aullido de un lobo le sacó del trance.
Las hogueras aún humeantes y el olor a carne quemada atraía a las bestias y no tardarían en llegar. En cuanto llegaran los carroñeros, acabarían con los muertos para que su carne volviera al ciclo de la vida. Pero Koriki no permitiría que ya nadie tocara el cadáver de su amada. Merecía un descanso eterno.
Lo primero fue llevar a su amada al plano intermedio, donde solo caminaban lusan y algún que otro demonio. Si alguno de estos los encontraba, acabaría con ellos, pero era la única opción que tenía. Además, parecía que dichos demonios habían encontrado una forma de llegar a su mundo, y una vez que llegaban a él, pocos eran los que podían caminar de uno a otro con libertad.
Una vez hecho esto, necesitaba conseguir algo de comer para recuperar fuerzas y poder sanarse.
Volvió al mundo físico y, entre las brasas frías, encontró varios huesos a medio roer y un cuenco con lo que parecía una sopa turbia y de mal sabor. Lo apuró todo y continuó su búsqueda. Guiado desde el otro plano, por el azar y en parte por su olfato, salió del claro y encontró una planta aromática que conocía y la cual ocultaba unos jugosos tubérculos bajo la tierra. Escarbó con la única mano que le quedaba y, tras devorar todas las raíces, se arrastró hasta un pequeño arroyo cercano.
Su cuerpo estaba prácticamente desollado y sabía que pronto se deshidrataría. Bebió ávidamente y después enhebró ciertos hechizos para regenerar su piel.
Tenía que descansar y recuperar fuerzas. Más adelante, ya tendría tiempo para recuperar el resto de órganos perdidos.
Cambió de nuevo de plano para reunirse con su amada, y abrazado a su inerte cuerpo, se imbuyó en un sueño reparador.
Despertó varias horas después. Las fuerzas habían vuelto en parte a su malogrado cuerpo, ahora, cubierto por una endeble y casi transparente piel que evitaría su inminente muerte.
Lo primero que hizo fue rodear a su amada en un hechizo que le impedía a su carne descomponerse. Podía haberla enterrado esa misma noche bajo la luz de la luna, pero no quería hacerlo sin haberla visto una última vez.
Las siguientes dos semanas las pasó recuperándose. Cazaba desde el otro plano, separando los hilos de vida de los conejos o ardillas que encontraba, y luego venía al plano real a beber su sangre y comer su cuerpo crudo sin vida. Nunca le había gustado este método de alimentarse, pero necesitaba proteínas para regenerar su cuerpo y, al carecer de vista, era la única opción que tenía.
Lo primero que regeneró fue su pie para poder desplazarse con normalidad. Luego sus ojos y, finalmente, consiguió remplazar la mano desaparecida.
Tras esas dos semanas, volvía a ser físicamente como el lusan que había sido siempre, aunque su alma portaba una herida honda y que perduraría en su corazón hasta el fin de sus días.
El decimoquinto día, al fin, le dio sepultura a su amada Karel. Primero, la lavó. Peinó su alborotado pelo y, tras ponerle su traje de cuero negro que había recuperado, la depositó en un agujero que había cubierto de flores silvestres. Le besó en los ojos y en los labios, en un último adiós, y lloró toda la noche acompañado por las estrellas. Finalmente, cubrió la tumba con tierra y plantó una bellota en el centro.
Nunca había sido muy ducho con los cánticos a las plantas, pero todo lusan sabía cómo estimular al reino vegetal. Así que cantó al amanecer a la bellota y esta comenzó a crecer pausadamente. Cuando terminó, una pequeña encina, de apenas medio metro, coronaba la tumba de su amada. Allí descansaría su cuerpo por toda la eternidad.
—Amada mía, tengo poco tiempo, apenas diez días antes de tener que suplirte en la tarea que te había sido encomendada, pero espero vengar tu muerte. Guardaré sangre de las bestias que te hicieron esto, y regaré tu encina para que crezca con la fuerza de un espíritu liberado.
Koriki volvió a llorar por su pérdida.
—Volveré pronto, te lo prometo —le prometió a su amada, y se encorvó para besar una frágil rama de la encima.
El viento, cómplice de amores imposibles, sopló con fuerza y otro tallo verde del árbol se movió con él para dar a Koriki lo que a él le pareció una sutil caricia.
No tendría suerte en su búsqueda y, pese a que acabaría con varios grupos rezagados de urcanos, no consiguió encontrar al que él buscaba. Los días se le agotaron, y la venganza tendría que esperar.
Al amanecer del segundo día, de la segunda luna de primavera, Koriki se reunió con otro lusan al que sustituiría en sus labores.
Ese día le contó a su compatriota todo lo que había sucedido, le contó que había perdido a Karel en el encuentro y que ahora le tocaba a él transmitirle al sumo sacerdote del templo de Antyulis, diosa de la vida, que su hija había muerto a manos de engendros oscuros.