Araza disfrutaba de su primera cena en familia desde hacía mucho tiempo. Ymy, por fin, había accedido a usar la silla que le había construido Harl y estaba sentado con ella en la mesa. Entre sus sillas se encontraba la cuna de los pequeños, donde descansaban despiertos esperando, en breve, su próxima toma.
Ymy jugaba con los pequeños, y mientras su mujer le contaba cómo seguía organizando los pormenores del ejército de los Lirios y de cómo había empezado a organizar, junto con Zenfoy, el desplazamiento de cientos de granjeros que habían abandonado sus tierras al este de la ciudad, para dirigirlos hacia el suroeste, donde el rey les había otorgado nuevas tierras. Todo era más complicado de lo que parecía en principio, pero poco a poco iban resolviendo los problemas que surgían y en menos de veinte días saldría la primera caravana para allá.
Ymy apenas comía y se dedicaba básicamente a jugar con los pequeños y a escuchar a su mujer en silencio, pero Araza, de momento, tenía bastante. Al menos, se había levantado de nuevo de la cama.
La puerta sonó y, tras ella, apareció Riss. Enseguida le hicieron un hueco en la mesa y, aunque ya había cenado, sí que aceptó un poco de vino aguado, pues eso seguro que le haría pasar el trago de la despedida un poco mejor.
Finalmente, contó el porqué de su visita, aunque no los pormenores que provocaban su marcha. Araza se limitó a desearle suerte en su primera misión por S’ten, pero Ymy lo miró serio, aunque sin pronunciar palabra. Su mujer decidió dejarlos solos para que pudieran hablar más tranquilamente, y con la excusa de dar el pecho a los pequeños y acostarlos, se marchó con sus hijos a la habitación contigua.
En cuanto su mujer salió, Ymy habló:
—Riss, puede que engañes a mi mujer, pero no a tu amigo que te conoce mejor que tú mismo, ¿dónde vas?
A Riss no le sorprendió.
—Lo siento, amigo, pero esta vez he hecho una promesa y no puedo decírtelo. Solo sé que marcho y no sé cuándo volveré. O mejor dicho, si volveré.
—Ya eres el segundo que me abandona. Primero fue Akay, y ahora tú. Primero, la falta de confianza en un tullido, al que todos suponen que tiene la cabeza perdida, y luego el ostracismo de todas las personas que quiero. Supongo que tengo que irme haciendo a la idea. Dentro de poco será Araza.
—No digas eso, sabes que a mí siempre me tendrás, pero tengo que hacer lo que tengo que hacer. Si no muero en el intento, volveré a tu lado para seguir compartiendo caz..., charlas.
—Cazas, puedes decirlo. Ca-zas. Eso es lo que compartíamos: ¡cazas! Y, gracias a una de ellas, ya no compartiremos nunca nada más. Vete. Te deseo suerte en tu misión, sea la que sea, y, si vuelves, no hace falta que hagas una obra de caridad viniendo a verme.
Riss se levantó con cierta indignación y se dirigió hacia la puerta, pero, cuando tenía la mano sobre el pomo, se volvió enrabiado hacia su amigo.
—Eres un estúpido. Nosotros no compartíamos caza, sino que solo la usábamos como excusa para compartir algo más; nuestros miedos y esperanzas, complicidad y sueños.
»Eso lo teníamos y lo podemos seguir teniendo si dejas que ese muro que has puesto entre tú y el mundo caiga al suelo. Ymy, tú no eres este. Hazlo por tus hijos, por la persona que has amado desde que tienes uso de razón. Deja que caiga el muro y que Araza pueda volver a abrazarte sin miedo a tus improperios. Todos te queremos, y no es por caridad, sino por la persona que fuiste. Esa persona que sé que todavía está dentro de ti, pero que no dejas que se muestre. Amigo, deja que salga, pues la echo de menos.
Los dos amigos se quedaron mirándose durante un buen rato y, finalmente, Ymy rompió el silencio:
—Cuando salgas, no des portazo, que los pequeños están intentando dormir. ¿Ves? Todavía me preocupo de la gente.
Riss salió de la casa de su amigo y lloró por la amarga despedida. No sabía si volvería a verlo, y sus palabras le perseguirían en los sueños durante muchas noches.
A la mañana siguiente, y tras apenas dormir, le tocó despedirse de su padre. Este se lo puso mucho más fácil. Preparó un gran desayuno y comenzó a contar historias de cuando Riss era pequeño. Los quebraderos de cabeza que le había dado y todos los líos en los que se había metido. Ambos rieron con las anécdotas y pasaron más de dos horas recordando buenos tiempos.
Cuando por fin llegó el momento de la despedida, ambos se abrazaron y dejaron escapar alguna lágrima.
—Desde que murió tu madre, he intentado cuidarte lo mejor posible y que te convirtieras en una buena persona. Espero haber hecho un buen trabajo y que ahora el futuro te depare algo bueno. Te quiero, hijo.
Quería responderle que había hecho más que suficiente, que no podía imaginarse un padre mejor y que lo echaría de menos cada día durante el resto de su vida. Que viviría esperando poder volver para abrazarle y contarle todo lo sucedido durante su distanciamiento, pero, en vez de eso, solo pudo llorar y sorberse la nariz mientras estrechaba con todas sus fuerzas a su padre.
Harl no necesitó oír nada, pues su hijo le transmitía mucho más que todo lo que pudiera expresar con palabras.
El viaje hacia el sur duraría casi un mes. En principio, habían pensado en ir a caballo, ese nuevo método de transporte, pero estos animales no podían cargar mucho peso, no como los bueyes, y si tenían que llevar provisiones, para una expedición de quince personas, al final, necesitarían en torno a veinticinco caballos. El ejército ecuestre de Pádaror estaba creciendo, pero, de momento, no pretendían usar los animales para tareas tan superfluas como esa. Así que tendrían que hacer el camino a pie, y con un par de carretas tiradas por bueyes con las provisiones.
A Th’oman aquello le exasperaba y no dejaba de decir que tenían que haberse ido sin decir nada a nadie y afrontar la misión ellos solos. Después, miraba a Riss, que lo observaba detenidamente y corregía al instante: «Las cosas bien hechas, bien parecen». Sabía que ahora que Riss era parte de la Guardia Real y viendo el orgullo con que lucía su nueva cota de cuero con el emblema de la ciudad sobre el pecho, jamás lo podría convencer de hacer algo que fuera contra las normas.