Alexander se había puesto nervioso, y eso hizo que no pudiera pensar en qué diría, eran apenas unos pocos pasos que existían de distancia entre él y la mujer.
Pronto, la pelirroja estaba frente a su mesa y escuchó que ella intentaba hablar en un tono de voz bajo e inseguro.
—¿Puedo...?
—¿Ah?
Alexander no pudo pronunciar más nada, todavía sostenía la quesadilla entre las manos y cerca de su boca, en ese momento, el relleno caliente se salió y cayó una mitad sobre el plato y; la otra, sobre el limpio mantel.
—¡Cuidado! —exclamó ella. Miró la escena y arrugó el rostro.
Alexander intentó limpiar el desastre lo más rápido posible como si con eso pudiera deshacer lo ocurrido. En medio de ello se detuvo, suspiró, miró primero hacia su plato y luego a ella.
—¿Sabes? Esto es culpa tuya —dijo a modo de broma—. Vienes aquí a mi mesa y me pones nervioso, ahora parezco un idiota, seguro ya quieres darte la vuelta y marcharte.
—No, no quiero marcharme —aseguró ella con voz tímida—, lo siento, es que… — Suspiró e hizo una gran pausa como para tomar valor—. Vi que me mirabas y me acerqué para saber si podía sentarme aquí contigo —agregó y desvió la mirada.
Alexander la observó con una sonrisa, le pidió que se sentara, y ella, que parecía en extremo nerviosa, obedeció.
Hubo un incómodo silencio durante unos segundos, Alexander no estaba muy seguro de lo que hacía.
—Vi que estabas leyendo un libro —señaló.
—¡¿Te gusta leer?! —preguntó ella con emoción, pero casi al instante su rostro cambió al ver como el individuo frente a ella procedía a comer la quesadilla deshecha, inclusive el relleno que había caído sobre el mantel de un blanco inmaculado. Se notaba sorprendida, y es que a nadie se le ocurriría pensar que un hombre vestido con saco y corbata comiera de ese modo.
—No, en realidad no me gusta —respondió Alexander luego de varios bocados. Ella pareció desencantarse con la respuesta—. Pareces decepcionada —opinó después de beber de un trago más de medio vaso del licuado imperial.
—Pensé que dirías que sí, al menos para entablar una conversación.
—¡Ah! Bueno, pero yo no digo mentiras —explicó despreocupado—. ¿Quieres algo de comer? Yo invito.
—No, gracias, ya comí —contestó atónita mientras observaba como él ya casi terminaba de almorzar.
La mujer parecía tener ganas de iniciar una conversación, pero Alexander aparentaba estar más concentrado en lo que había en el plato que en su presencia. El momento se hacía cada vez más incómodo, Alexander se asombraba de que estuviera todavía allí sentada, era posible que otra se hubiera levantado del asiento para marchase sin mencionar palabra al ver semejante reacción de un hombre que parecía tener interés hacía unos instantes. Fuese cual fuese la razón, agradecía mucho que siguiera allí, no solo tenía mucha hambre, sino que tampoco encontraba qué decirle.
Alexander terminó de comer, se limpió con las coloridas servilletas y le dirigió unas palabras para disculparse.
—Debes pensar que soy un idiota. Gracias por quedarte, verás, estaba hambriento, este fue mi desayuno y, ¡mira la hora que es! La mañana de hoy fue una locura —comentó mientras suspiraba aliviado de haber, al fin, llenado su estómago.
—No te preocupes, puedo entender eso —respondió ella y su expresión cambió, se notaba contenta.
Luego de disculparse, Alexander tuvo problemas para encontrar algo de qué hablar, no sabía cómo comportarse con una mujer, al menos no con una que no planeara llevar a la cama dentro de unos minutos, le daba la impresión de que la pelirroja saldría corriendo si le hacía semejante invitación, debía escoger sus palabras con cuidado. Decidió entonces preguntarle cualquier cosa, pensó que sería fácil una vez que hubiera empezado a hablar.
Para su sorpresa, pudo comprobar que su suposición era cierta, pronto se encontraron charlando animados y esto lo hizo sentir feliz, era algo nuevo para él, como si hubiera descubierto que se podía hablar con una mujer, además de solo tener sexo sin compromiso.
Alexander no encontraba una explicación lógica para aquello que sentía, no era el porte angelical de aquella mujer, ni su cabellera hermosa, ni los ojos bellísimos, tampoco era la dulce voz que salía de sus labios rosados. No podía explicarlo, sentía como si hubiera una cuerda que los estuviera atando con un nudo muy fuerte y no quisiera nunca desatarlo, ni siquiera le había preguntado su nombre y ya sentía que la conocía. Quería que el tiempo se detuviera para siempre, o, al menos, que ese sentimiento permaneciera con él, tenía que verla de nuevo.
—No puedo creer que ya han pasado tres horas —observó Alexander mientras veía su reloj. Se rio para sí, en definitiva, esto era algo nuevo.
—No puede ser —respondió—. Debería marcharme —agregó a media voz como si no quisiera.
—¿Puedo verte mañana? —soltó de pronto.
Alexander parecía estar desesperado, esta sensación aumentó mientras esperaba una respuesta, fueron unos segundos, pero a él le parecieron minutos.
—Me encantaría verte mañana —dijo ella al fin. Ambos sonrieron.
—Hemos hablado mucho y todavía no sé tú nombre. No tengo idea de por qué no te lo he preguntado —dijo mientras hacía un gesto gracioso—, pero ¿para qué discutirlo? Yo me llamo Alexander, ¿y tú?