El Angel de su alma gemela

Capítulo 6: todo marchó bien, hasta que llegó la hora.

Cuando Alexander llegó al trabajo la mañana siguiente, no podía dejar de sonreír al pensar en Anna, esperaba ansioso su cita de esa noche. ¿Qué le había ocurrido? ¿Por qué un hombre que nunca antes había tenido interés en una mujer, se encontraba ahora con el corazón acelerado? No podía explicárselo, pero el cambio era evidente, y sus compañeros de trabajo lo notaron.

Alexander siempre era amable; sin embargo, esta vez saludó con excesiva cordialidad y una enorme sonrisa.

—Buenos días, Mary. ¿Cómo estás el día de hoy? Amaneciste radiante.

Mary era su secretaria, una cuarentona de piel oscura y algo pasada de peso. La verdad no se veía nada bien, se notaba el cansancio en sus ojos, aun así, ese comentario tuvo un efecto positivo.

—¿Radiante? ¿De verdad? —decía mientras se llevaba las manos al rostro con timidez—. Temía verme terrible, los niños no me dejaron dormir anoche —agregó.

Después de saludar a todos, Alexander entró en su oficina, se sentó en su silla y empezó a trabajar. Una vez superada la tarea de convencer a los nuevos inversionistas, tenía ahora que poner en marcha el proyecto real.

No llevaba ni una media hora trabajando cuando su jefe lo mandó a buscar.

—¡Jefe! ¿Cómo se encuentra usted hoy? —preguntó apenas entró a la oficina del señor Erick. Era un espacio enorme con una maravillosa vista a la ciudad.

—¡Me siento excelente! —respondió con mucha alegría, al ver la actitud de su empleado preferido—. Por allí dicen que andas de muy buen humor. Ayer estuviste muy profesional, me sorprende lo mucho que has madurado en tan poco tiempo.

—Mejor no pudo haber sido —respondió con un suspiro después de sentarse en la silla frente al escritorio de su jefe. Estaba muy feliz por el proyecto, pero a su mente se le venía el recuerdo de Anna.

—Te llamé porque necesito que me traigas las copias de la presentación de ayer, quiero revisar algo, olvidé pedírtelas. Además, quería saber si era cierto que andabas así de contento.

Alexander, que no podía parar de sonreír, tomó un dado azul de gran tamaño que estaba sobre el escritorio y comenzó a jugar con él.

—Ayer fue el mejor día de mi vida. —Suspiró.

—¿Tanto así? —preguntó el señor Erick con una mirada de confusión—. Bueno, fue… fue… tiene que haber… ¡Bah! Dejémoslo así —terminó por decir, parecía tener problemas para encontrar las palabras correctas a semejante confesión—. Fue un buen día para mí también. Ahora, tráeme las copias y…

—¿Copias? ¿Cuáles copias, señor? —preguntó Alexander al soltar el dado y miró a su jefe como si no lo hubiera visto en días.

—Las copias de la presentación de ayer…

—¿No se las di ya? —interrumpió.

—No —respondió con lentitud, como si lo estuviera pensando—. ¿Te sientes bien?

—Perdóneme, es que ayer… —Suspiró de nuevo y sonrió—. Enseguida se las mando con Mary.

Alexander salió de la oficina sin saber que dejaba al señor Erick un poco intranquilo.

Cuando eran casi las siete de la noche, Alexander, que ya se había duchado y cambiado de ropa, se encontraba en su apartamento, esperando el momento de salir, muy emocionado y a la vez preocupado.

Había hecho el mayor esfuerzo en arreglarse, aunque en realidad no tenía que poner empeño en ello, era atractivo por naturaleza, aun así, tenía la costumbre de ir siempre lo más elegante posible a cualquier lugar. Cuidaba siempre su apariencia personal, opinaba que, si alguien se esforzaba en verse bien, era porque se esmeraba en todo lo que hacía, por eso vestía, en casi todo momento, con saco y corbata. Usaba solo ropa de marca.

También era regla para él estar perfumado y llevar la barba bien rasurada, todo esto acompañado, por supuesto, de un buen calzado.

Alexander creía también que una buena apariencia, una gran sonrisa y billetes en el bolsillo eran suficientes para cautivar a Anna. Esto era un punto en su contra, si bien es cierto que el físico y el dinero ayudan, no son la base sobre la cual debe fundarse una relación, al menos no una que se quiera mantener largo plazo.

El amor, de verdad, era un terreno desconocido para él, creyó que el camino no tendría obstáculos. Anna lo había atraído como un imán muy potente, la verdad es que no sabía si era amor, pero se parecía bastante, era lo que todos siempre decían: que no se puede dejar de pensar en esa persona, que es difícil esperar para verla de nuevo y que se sienten animales extraños en el estómago. Alexander encontraba que esto último no era del todo agradable, pensándolo bien, creyó que la persona que había inventado la frase de «mariposas en el estómago» no estaba de verdad enamorada, su problema se resumía a una fuerte indigestión.

A las siete en punto, Alexander echó un último vistazo a su apartamento, tenía altas expectativas de devolverse con Anna esa noche. Como siempre, todo se encontraba limpio y ordenado. Cerró la puerta con una sola vuelta de llave por si acaso, uno de los problemas que a veces enfrentaba al traer una mujer era que tardaba demasiado tiempo en abrirla, y cuando la pasión está en juego, mejor que nada intervenga.

Caminaba muy alegre por el pasillo amplio y solitario mientras que jugaba con las llaves en su mano. Se dirigía al ascensor cuando de pronto la felicidad desapareció de su rostro.




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