El Angel de su alma gemela

Capítulo 10: los hombres de ciudad son atrevidos.

Anna despertó a la mañana siguiente con el cuerpo pesado, no se había movido de posición y le dolía todo. Le costó levantarse de la cama, eran las once, de nuevo había dormido hasta tarde.

Decidió darse un baño de agua caliente para relajarse, no recordaba haber sentido tanto malestar desde que tuvo el último resfriado.

Se quitó la ropa y entró a la ducha. Al alargar su mano para abrir el agua, notó como la quemadura le dolía menos y acercó la muñeca hasta el rostro para detallarla. No podía creer aquello que veía, era algo mínimo, casi del mismo color de su piel, pero no podía negarse que estuviera allí. La forma de una mano se encontraba plasmada en su muñeca. Se extrañó mucho, no estaba así antes, parecía haber cambiado. Asumió con terror que era la mano del ángel, en definitiva, aquello era más que un sueño. Su corazón aceleró, se pasó la otra mano por el cabello y luego por el rostro, respiraba de manera agitada, por un momento pensó que iba a darle un desmayo. Tocó la herida y pudo sentirla todavía caliente, al menos no le dolía como unas horas atrás, eso era algo.

Abrió la regadera y se metió bajo el chorro. Se quedó así casi quince minutos, aterrada, trataba de relajarse con el agua que caía sobre su espalda.

Anna salió de la ducha no menos angustiada, estaba como en un trance sin fijar su vista en nada. Se envolvió con su toalla de baño sin tomarse la molestia de secarse. Poco a poco comenzó a darse cuenta de un ruido que provenía de la pequeña sala, era su teléfono dentro de su bolso.

—Hola —contestó, haciendo un esfuerzo en que su voz sonara tan tranquila como siempre.

—¡¿Anna?!

—Sí, mamá, soy yo.

—Te escucho distinta. ¿Estás bien?

—Sí, solo que algo... —Suspiró—. Adolorida.

—¿Por qué?, ¿qué tienes? —preguntó su madre preocupada.

—Nada —mintió—, acabo de levantarme.

—¿No estarás enferma? —inquirió más preocupada.

—No, mamá, estoy bien. Es solo que quería descansar.

Como toda madre, la señora Samantha se preocupaba por su hija, a veces demasiado. Además de preguntar si se encontraba enferma, quiso saber si estaba alimentándose bien, averiguó cómo estaba el clima, y advirtió que debía cuidarse de un posible resfriado.

Charlaron un rato que sirvió para que la pelirroja se olvidara del sueño durante un instante, entonces decidió contarle sobre Alexander. Solo bastaron las palabras: «Mamá, creo que he comenzado a salir con alguien», para que su madre soltara el teléfono.

—¿Cóm...?

¡Plaf! Se escuchó en el teléfono.

—¡Mamá! ¡¿Estás bien?!

—¡Espérame un momento! —respondió la voz que parecía lejana—. ¡Por ningún motivo vayas a colgar!

Pasaron casi dos minutos. Anna esperaba impaciente.

—¡Listo! ¡Ya… volví! ¡Cuéntamelo...!, ¡todo! —dijo con la voz entrecortada como cuando se hace mucho esfuerzo y ya se está pasado de edad.

—Pero ¿qué pasó?

—Estaba… buscando una silla —aclaró aún sofocada—. Bueno, el sillón de la sala…, es que estoy lavando las sillas del comedor y están afuera. Te estoy llamando desde el teléfono de la cocina. ¡Uf! Ya está, quiero que me des todos los detalles.

—Es muy pronto, lo conocí hace tres días, pero me dijo que quiere verme seguido.

—Ay, hija. ¡Cuánta emoción!

—¡Lo sé! —respondió Anna con voz chillona, el asunto la ponía nerviosa.

—¡Bueno ya era hora! —opinó fascinada—. Los hombres de aquí del pueblo no sirven, tú lo que necesitabas era un hombre de la ciudad. ¡Esos sí que son atrevidos!, ¿no? — agregó en un tono pícaro—. ¿Cuándo lo traes a la casa?

—¡Mamá! —chilló Anna—. Es muy pronto, no me presiones. Todavía no lo conoces.

—¿Es un mal hombre? —susurró con temor.

—Parece magnífico —respondió Anna y suspiró al recordar cómo era.

—¡Bah!, dudas, miedo, inseguridad —dijo la señora Samantha con firmeza—. No dejes que se te metan en la cabeza, ya estás bastante grande, no lo pospongas —le aconsejó.

—Mamá, no es una de tus novelas. Por favor, no te vayas a obsesionar con esto —advirtió Anna en el mejor tono de voz que pudo. Se refería a las novelas televisadas que su madre veía todas las tardes desde que tenía memoria.

—De acuerdo, de acuerdo. Te comprendo. No estoy loca, solo que digo que ya es hora —se justificó.

Madre e hija estuvieron hablando casi una hora. Si Anna no le hubiera dicho que aún no había desayunado, lo más seguro es que habrían hablado más tiempo. En ocasiones especiales como esta, a la señora Samantha se le podía comparar con una cotorra, era difícil hacerla callar.

Al colgar el teléfono, Anna sintió un ligero arrepentimiento por haberle contado a su madre sobre su posible relación con Alexander, tal vez se haría muchas ilusiones, pero no le duró la preocupación, su estómago demandaba alimento de inmediato.

Se levantó de la cama sin fijarse en las almohadas que quedaron empapadas por su cabello mojado, y procedió a vestirse con un suéter de mangas muy largas para cubrirse bien, no quería ver aquella marca en su muñeca ni por accidente.




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