El viernes por la noche, Alexander y Anna se dirigían en un taxi hacia el aeropuerto. Para su tercer fin de semana juntos, ya estarían en París. ¿Qué mejor lugar para estar, que en la ciudad del amor?
Cuando Alexander la invitó, el grito por la emoción lo debieron escuchar los vecinos, estaba muy emocionada y mantuvo el mismo entusiasmo hasta el momento en que el avión se elevó, era su primera vez en uno y le pareció que el despegue fue muy fuerte, pero pronto se le pasó el malestar.
—¿Te gusta? —le preguntó Alexander cuando llegaron.
—¡Me encanta!
—Qué bueno, aunque no lo creas, hay personas a las que no le gusta París.
—No puede ser —dijo con sorpresa—. Yo estoy encantada de estar aquí, yo... he pasado mi vida entera en una jaula —añadió con sentimiento—. Tú me has sacado de allí ¡Gracias! —exclamó con ternura y lo abrazó con fuerza.
Alexander realizó reservaciones en Le Royal Monceau, un hotel de lujo cuyas instalaciones eran extraordinarias, con estándares cinco estrellas.
Una vez instalados, bajaron tomados de la mano dispuestos a dar el primer paseo, estaban agotados, pero muy emocionados. Alexander había empacado un enorme paraguas rojo, por si acaso, y lo llevaba con él todo el tiempo en su mano.
Se dirigieron primero al Arco del Triunfo, este quedaba a pocos minutos yendo a pie desde el hotel. Luego de eso, fueron a la Torre Eiffel que se encontraba muy cerca también caminando, pero no recorrieron mucho, pues les dio hambre. Alexander sugirió comer en uno de los restaurantes de la torre.
Muy emocionado ordenó. Cuando llegó la comida comió con alivio, ya estaba empezando a marearse.
—¿Sabes? He estado aquí muchas veces, pero nunca había disfrutado tanto —dijo Alexander mientras se deleitaba comiendo.
—¿En serio? ¿Qué tiene este viaje de diferente?
—Que tú estás conmigo —dijo mirándola a los ojos—. Sé que estamos en París, el mejor lugar para los enamorados, pero estoy seguro de que lo único que necesito para ser feliz es estar contigo —agregó y casi enseguida siguió comiendo desesperado. No por estar enamorado su estómago dejaba de ser otro.
Alexander escuchaba, sin mucha atención, una gran cantidad de cosas que Anna le contaba mientras comían. Se sentía culpable, ella parecía no tener secretos. En cambio, él seguía sin decirle a su novia tres detalles importantes: su historial de mujeres, que era socio reciente del club y su amistad con James. Tres cosas que eran básicas en su vida. No quería ocultárselo, pero no quería lastimarla diciéndole que había tenido numerosos encuentros sexuales con mujeres desconocidas, ¿y decirle que su mejor amigo era dueño de un club nocturno en donde él era el principal inversionista? ¡No, gracias! No le parecía buena idea detallarle aquello, pensaba que se pondría de pie y se marcharía sin pensarlo al hotel, y sería un viaje terrible de regreso a la ciudad.
—¿Verdad que sí? —preguntó Anna por tercera vez.
—¿Ah?, ¿qué?, lo siento, me perdí, explícame de nuevo —pidió, esperando que Anna no se molestara por haberse despistado, ella solo sonrió.
Continuaron recorriendo la torre, y al salir de allí disfrutaron visitando lugares turísticos, tiendas y museos. Caminaban muy acaramelados, apenas se soltaron de las manos solo para comer e ir al baño.
No descansaron en ningún momento, a pesar de que Alexander aseguró que volvería a llevarla, ella estaba desesperada por verlo todo.
Ya avanzada la noche se fueron al hotel. Tuvieron una cena muy romántica.
Cuando ambos estaban ya aseados y con ropa para dormir, Alexander comenzó a besarla con más intensidad de la acostumbrada. Anna, que pareció enseguida entender qué pretendía, lo interrumpió para decirle con mucha pena que estaba en sus días y que no se sentía cómoda. La reacción de Alexander pareció de verdadera tragedia, al principio, pero terminó por calmarse y hasta reírse de la vida, no dejaría que eso le arruinara el viaje.
«¡Vamos!, hay muchas otras maneras de demostrar el amor. No todo tiene que ser sexo», dijo en su mente. Esa noche, ambos hablaron en la oscuridad de la habitación hasta dormirse.
La mañana siguiente, Alexander invitó a Anna a visitar un último lugar antes de partir a Nueva York. Se trataba del Museo del Louvre, ella no sabía a cuál se refería, pero cuando estuvieron cerca le dijo que reconoció la enorme pirámide de cristal por haberla visto antes en películas, y se mostró más emocionada de lo que ya estaba al saber que entrarían allí.
Estaban a pocos pasos cuando Alexander tuvo una idea, lo pensó y se dijo a sí mismo que era el momento correcto. Detuvo a Anna y le plantó un beso apasionado que la dejó con las piernas temblando, la miró a los ojos y sintió que estaba listo para decirle lo que sentía por ella.
—Anna yo...
—¿Sí? —preguntó entorpecida.
—Te amo.
De inmediato, empezó a caer una lluvia muy fina. La expresión en el rostro de Anna cambió con la misma velocidad del clima, se veía preocupada.
—¿Estás seguro?
—Tengo que amarte —contestó Alexander al tiempo que abría el paraguas rojo—. Si lo que siento por ti no es amor, no sé qué es.